miércoles, 19 de agosto de 2009

Vivir con pánico (escénico)

Pánico. Temblor. Aceleración de la frecuencia cardiáca. Más pánico. Terror.
Miro el vacío inmenso de saberme una completa inútil en el campo de la oralidad. Me pesa tanto, que se me encorvan los hombros y recurro a sofisticadas técnicas de evitar hablarles a más de cuatro personas. Tomo un cuaderno y hago como que escribo, pero no anoto nada. Que el profesor no me mire, no me pida la palabra, no me haga hacer el ridículo. Mi capacidad de habla ante un auditorio es equivalente a la de un chimpancé con hematomas en el cráneo y un claro retraso mental.
Eso es todo, amigos. No sirvo para esto. Lo entiendo y asumo.
Pánico.
Hace un par de años (no diré cuantos) podía disfrazarme de Napoleón Bonaparte y recrear un pasaje de la historia francesa, ridículamente vestida de hombre, frente a un curso de cuarenta personas, sin que se me moviera un pelo (ni una mota de algodón). Tenía todas las armas y los arquetipos de cómo comportarme ante el público sin que me temblaran las piernas ni mis manos sudaran como una puerca.
No sé que pasó en el camino. Sufrí de un colapso neuronal y una avalancha de terribles pensamientos abstractos con respecto a lo que significa dar una opinión en una clase, lo que posteriormente se convirtió en una constante tortura. El mundo entero insistió en darme consejos para superar los estigmas de una neurótica; imaginar que a las personas que les hablo se encuentran en pelotas, pensar que estoy hablando sola (lo cual raya en la locura), mirar un punto fijo y dejar que mi mente procese las palabras para luego escupirlas sin tartamudear.
Pero es aquí donde radica el problema. Vivir con pánico escénico para muchos es un signo de inseguridad, para mí en cambio, representa un temor a vomitar las palabras que no se pueden decir frente a la concurrencia. Las ideas más disparatadas, las palabras menos indicadas, los pensamientos más absurdos. Pánico. Me da terror que la gente escuche lo que tengo en la cabeza. No porque sea una psicópata, sino porque siento miedo de tener miedo.
Vivir de esta forma, en un mundo globalizado que te exige presencia física e intelectual frente a todos, demanda una total atención a las ideas que la gente manifiesta. Otro grave problema, parece que soy incapaz de retener la información que no me interesa, lo que me transforma en una estudiante floja, irresponsable y poco práctica.
Utilizo mi mala memoria como principal soporte, los minutos miserables ante una exposición para escribir rápidamente las cien palabras que debo decir y luego hacer de cuenta de que todo me sale muy natural. Debe ser porque sufrí de matonaje mental en la escuela, de un bullying intelectual que arrasó mi autoestima y de paso mi subconciencia que se aferra a la idea de que se puede vivir así. Pero no se puede, por lo menos en mi caso no.
Me siento como se sentiría un artesano que le han amputado ambas manos, como un dentista ciego, como John Lennon sin instrumento, como un pescado flotando en el estanque del inodoro, como una periodista que le cuesta demasiado hablar frente al público. Es tan complicadito este asunto, que he llegado a cuestionar la existencia de inteligencia en mi masa encefálica, mi estado de ánimo, mi estado de pánico y mi estadía en la universidad, pues a sabiendas de que mi coeficiente intelectual no sorprende a nadie y la gran mentira de tener características de niña índigo y supersensible, me estanca y me limita.
Pero es cosa de tiempo. Además de ser una completa perdida de las artes verbales, tengo una leve esperanza de que pueda desarrollar otras aptitudes, como tocar el charango o hacer pies de limón sin quemarme las manos. ¡Vaya uno a saber!

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