jueves, 30 de diciembre de 2010

Adios dos mil diez

No te sentí llegar, pero cuando lo hiciste, pensé que las cosas serían distintas. Siempre tuve la impresión de que vendrías a remecer mi mundo, ése que construiría con tus ideas disparatadas pero refinadas por mí cordura. Pero me equivoqué. Te fuiste así, tan de pronto que ni siquiera sentí la brisa cargada de banalidades a tu alrededor, ni la sensación de que podrías deshacer mis tormentos con la fuerza de tus ideales y las bifurcaciones del viento. El peor error de todos fue creer que serías inmortal. Porque de cierto modo, siempre creí que te quedarías.

Hubo muchas lunas de amores, muchos soles de espera. No te sentí llegar y sin embargo, sabía que estabas cubriendo mi espalda. Pero me equivoqué. Me equivoqué tanto que a ratos siento ganas de desvanecerme en agua. Aguarda. Tengo una botella de vodka. No sé si quieras brindar conmigo año dos mil diez, quizás no te queden ganas, siento que te han manoseado tanto… La gente insiste en que fue un pésimo año para Chile, desde la perspectiva de los desastres naturales y las irregularidades de las instituciones y el Gobierno. Pero que más da. Ya no quiero escuchar más noticias tristes en la televisión, año dos mil diez, te prometo que con lo que me restregaste en la cara durante los doce últimos meses, tengo cubierta la cuota de fatalismo de por vida. Pero que importa ahora. A horas de que me abandones, recuerdo todos los que te precedieron. Todos prometieron romances eternos. Y siento algo de ahogo y náuseas. No fuiste un buen año. No te portaste nada de bien. Tu maldita brisa arrastró a mi puerta una sucesión asfixiante de personajes pintorescos pero demasiado surrealistas. Incluso trajiste basura camuflada en notas musicales. No te conformaste con remecerme el piso, tuviste que desmoronarme los ventrículos. Pero qué importa ahora ¿verdad? Podrías decir a tu favor que pusiste en mi tablero un sinfín de peones idiotas esperando por un beso con sabor a tabaco de madrugada. Yo ya me cansé de buscar al príncipe azul escondido detrás de aquellos rostros conocidos que secretan necesidades absurdas e irreales. Conozco a la mayoría de los de tu tipo, año dos mil diez, configuraste una ilusión óptica y luego me obligaste a alegar demencia.

Mal, muy mal.

Salud por eso.

En fin, qué más da a estas alturas. No te condeno a nada porque si alguien es culpable de tanto material podrido en el cerebro, sin duda son mis adicciones. Mis adicciones a la compañía condicional, a los dispersadores mentales, a los libros de magia y la ferviente creencia de constelaciones, amores eternos y animales míticos. No. Pero eso quedo un poco atrás… resulta que cada vez me acerco más a tener que sentar cabeza. Salud por eso también.

Y ahora que ya te dije lo que tenía en el tintero de las ideas, te dejo el resto de la botella. En realidad no quiero seguir tomando contigo. Es más, no quiero sonar grosera, pero no eres tú el que me abandona, soy yo la que te dejo por adelantado. Viene una nueva década llena de cosas sorprendentes. Quizás me ría de tus anécdotas. Por ahora quédate con el licor. Envenénate un poco más. Muérete lentamente año, que pasado mañana nadie te echará de menos.

martes, 28 de diciembre de 2010

Supermercados

Los supermercados son como una gran agenda gráfica que nos recuerdan ciertos eventos durante todo el año. He aquí el análisis sociocultural por fechas* de acuerdo a las piezas iconográficas que colocan estratégicamente en los pasillos más concurridos de dichos recintos:

FEBRERO

Señales: Decoración rosada, abundancia de una extensa variedad de corazones de diversos tamaños y colores, confetis rojos y flores en la mayoría de las etiquetas.

Intensión: promover el consumo masivo de regalos empalagosos para el día de los enamorados.

MARZO

Señales: Huevos de colores, conejos con rostros amigables y cintas de colores.

Intensión: Pascua de resurrección y la insufrible tradición del conejito que esconde huevos de chocolate, aumentando no sólo los índices de morbidez infantil sino también las consultas odontológicas a raíz de caries.

AGOSTO

Señales: Banderas chilenas, adornos patriotas, cintas blancas, azules y rojas, globos de los mismos colores, sombreros de paja, vinos y uvas, dibujos de empanadas, trajes folclóricos y autóctonos, piezas musicales correspondientes a cuecas chilenas.

Intensión: Fiestas patrias, la que nacionalmente se trata de la festividad que permite la instancia de emborracharse sin culpas más que la de sentirse orgullosos del país originario.

OCTUBRE

Señales: Calabazas naranjas con rostros amigablemente terroríficos, confetis negros, violetas y anaranjados, globos de la misma gama de tonalidades sepulcrales, calaveras, huesos, zombies, fantasmas y brujas en etiquetas de caramelos y disfraces.

Intensión: Celebración del día de todos los muertos o superficialmente conocida como Halloween. Es la oportunidad perfecta para salir a pedir dulces y lanzar huevos a vecinos furibundos.

DICIEMBRE

Señales: Pinos verdes decorados con luces de colores y una amplia gama de ángeles, estrellas, cascanueces, cintas doradas, cascabeles, viejos pascueros y pesebres. Nota importante: los villancicos invaden las mentes y terminan desatando un odio irrevocable ante ellos.

Intensión: Celebración de Navidad o para los católicos, el nacimiento de Cristo. Ocasión ideal para cerrar el año con deudas y regalos innecesarios para quienes no se lo merecen o simplemente el gusto de gastar todo el dinero en comprar cosas en la época en donde su precio se dispara de manera impresionante.

Así que no se deje engañar. El supermercado no sólo es el proveedor de alimentos y enceres para su familia, es también un excelente recordatorio de que es imposible escapar de ciertos eventos socialmente adquiridos e inútilmente existentes.

*Las fechas se presentan con semanas de anterioridad al evento en sí, con el fin de meterse en la inconciencia de las personas y obligarlos a sucumbir ante la compra compulsiva y la posterior muerte.

Memorias de diabolo

Nunca fui de las que jugó diabolo en el colegio. Es más, yo era de las que se quedaba sentada con un libro entre las piernas mirando como los niños realizaban, de maneras complejas y audaces, trucos con sus diabolos a través del aire. Las niñas por su parte, saltaban a la cuerda y preparaban bochornosas coreografías al ritmo de las melodías de moda.

Yo nunca hice nada de eso.

Pero qué días aquellos. Los Inkats costaban cincuenta pesos y los Kapos tenían personajes frutales como protagonistas de sus coloridos empaques. Me caía bien Willy Piña, fue la primera piña con anteojos que no confundí con una palmera gigante; aunque por alguna cosa del destino ahora cada vez que lo recuerdo, oigo la voz de un amigo que destruyó mi ilusión y lo apodaba con un nombre de dudosa reputación que no reproduciré en este medio por temor al oprobio.

Sin embargo, nunca me cayeron bien los diabolos. Tengo varias razones: siempre fui una de sus potenciales víctimas ya que solían caer sobre mi cabeza o sobre los dedos de mi pies deformes de bailarina de ballet que no tomó las precauciones necesarias al usar zapatillas con punta de fierro, pero esa es otra historia, además, me echaron de ballet porque alcancé el tamaño y el peso de un hipopótamo adulto y las tablas del escenario solían crujir bajo mis torpes e inútiles pasos de danza.

Pero en fin, el diabolo no era lo mío. Lo intenté varias veces. Lo hacía rodar en el suelo para luego agitar una de las dos varillas conectadas por una cuerda y tratar de darle velocidad a lo que con seguridad fallaría o irrevocablemente caería al suelo desatando la tragedia y la vergüenza.

Y pese a que siempre tuve la suerte de contar con más amigos hombres que mujeres, lo cual es un alivio pues yo misma soy un costal con suficiente progesterona y cambio hormonal como para mover el eje de la tierra con mis delirios premenstruales, la mayoría de ellos son gays en la actualidad y ninguno de ellos tampoco jugó diabolo, es más, tenían más precaución que yo al correr por sus vidas una vez que algún desubicado se ponía a lanzarlos por el aire.

Por eso nunca jugué diabolo. Por eso nunca jugaré diabolo. Y me acordé de este juguete que alguna vez en la historia de las cosas pasadas estuvo tan de moda, ya que mi actual séquito de amigos hombres (cabe destacar que este grupo no es gay) todos con sus veintitantos años bien puestos, lanzaron el diabolo por el aire el día de ayer, acto que arrojó el siguiente saldo:

- Un cuasidelito de homicidio en mi contra, con obstrucción al cableado público y trauma de dedo chico del pie izquierdo y tic en el ojo.

- Un rebote violento sobre un vehículo decentemente estacionado, ocasionando una escapada maratónica y un posterior desgarre de nalgas para el culpable.

Por eso recuerden: el diabolo puede ser pequeño y de un color muy inocente, sin embargo, carga consigo un estigma de violencia arraigado desde su origen etimológico hasta las victimas que ha cobrado a lo largo de su macabro reinado en el mundo de los aburridos y malabaristas ociosos.

El búho


El búho que mira por la ventana tiene los ojos pequeños y un brillito incandescente en sus pupilas.

Tiene el tamaño de mi pincel más pequeño.

En mi imaginación, envía la correspondencia de aquellos que aún redactan a mano.

El búho de mis sueños no cargaría un papel escupido por una impresora, él no sería capaz de cooperar con la destrucción masiva del arreglo de errores tipográficos mediante artilugios virtuales reprochables.

El búho que se esconde de los cambios estacionarios, se deja ver en menguante y solsticios. Es vegetariano y respeta la vida animal, cubre con sus plumas las flores que en invierno tiemblan con el viento.

Es intelectual y posee grandes conocimientos de astronomía, literatura y filosofía.

Deambula por la historia de las ideas, recorta nubes con su estela plateada.

El búho de mis sueños es vigía de los caminos y los sueños.

El búho que yo veo, no es el mismo que ronda en la memoria colectiva.

El búho es mágico.

Tiene escarchas y esta hecho del material de las estrellas, igual que las personas e inclusive los humanos sin alma.

martes, 21 de diciembre de 2010

Malcriada mode on

Si tuviera que elegir un personaje de serie que me representara, sin duda alguna sería Jackie Burkhart del sitcom gringo “That 70’s Show”. Los motivos son varios; ella puede exigir unicornios de peluche, vestidos, pasteles y la atención de quienes la rodean, con tan solo apelar a su condición de princesa moderna.

Ser malcriada y caprichosa esta socialmente mal visto, es como hacer público el gusto por asesinatos morbosos y violentos, por eso uno lo niega y convence a los demás que una está compuesta de una sensibilidad aguda y un profundo compromiso social. Pero eso es falso; por lo menos en mi caso, se los digo porque soy sincera y porque me gustan los unicornios de peluche.

Que pase a cuarto año de periodismo y aún no le halle el gustito a sentarme a ver noticias y enterarme del acontecer nacional e internacional, por el momento, me tiene sin cuidado. Creo suponer que el golpe de madurez me lo entregará la vida en el momento indicado y no ahora, que me deleito de días soleados, cerveza, animales mágicos de algodón, óleos, crayones y otras hierbas, ingredientes que componen la perfección de mi hedonismo y pensamientos vagos superficiales.

No se confundan, tampoco soy tan basura. Sólo que soy sincera al decir que desearía poder mandar a las personas como súbditos sin que intenten derrocarme por la espalda. Es todo.

Reportaje vivencial

COMIENDO PASTO

Recuerdo mi niñez a los seis años sentada en la mesa. Odiaba la gran mayoría de los vegetales cocidos, las legumbres y los interiores de mal aspecto. Mi mamá siempre me decía “María Luisa, hay niñitos en el mundo que se están muriendo de hambre en este momento” y yo, testaruda y bastante malcriada en cuanto a hábitos alimenticios, sólo comía lo que quería y odiaba las verduras cocidas, legumbres e incluso cazuelas. Mis hábitos de niñez no cambiaron a la actualidad. Fanática del queso, dulces y masas en general, me convertí en vegana. Para saber cuán difícil es vivir en una sociedad que estigmatiza algunos hábitos alimenticios por prejuicios o simple falta de información.

Por: María Luisa Córdova

Como todas las de mi género, he pasado gran parte de mi tiempo debatiendo mentalmente cuán gorda puedo estar. Las mujeres pensamos sólo una cosa: nunca estamos lo suficientemente flacas. Y si bien algunas rayan con eso comentándolo con todos, otras solamente lo piensan. Pero se encuentra en nuestra esencia, tal vez por un concepto de belleza y vanidad inserto en nuestros genes que varia de acuerdo al contexto social, o simplemente por no estar nunca conformes con nada.

Lo cierto es que nunca me he privado de ningún alimento. He intentado en vano hacer algunas dietas de moda, esas dietas que te condenaban a consumir verduras y que mi madrastra antes de cada verano imprimía y solía pegar en la puerta del refrigerador como para convencer a mi papá de que también la siguiera pero que al final nadie terminaba. Yo duraba, con suerte, media mañana. Siempre caía en la tentación del pan con manjar a media tarde y pizza con jamón y choricillos, por las noches.

Pero ya hace tiempo venía observando que algunos de mi generación tenían hábitos alimenticios distintos a los de la mayoría. Varios de ellos se alejaban de la parrilla cuando en ciertos carretes se hacían asados y de paso, se aguantaban las burlas de quienes no concebían que alguien no comiera choripanes. Ellos se denominan vegetarianos y no consumen alimentos de origen animal. Pocos lo comprenden y muchos se ríen. Sin embargo, hay quienes han adoptado hábitos alimenticios aún más radicales, no consumen alimentos de origen y proceso animal, como el queso, la mantequilla, las masas de cualquier tipo e incluso la ropa confeccionada con cuero y fibra animal. Son los llamados veganos. Yo, sin pensarlo demasiado, decidí ser vegana por dos motivos; comprobar cuán fuerte es mi fuerza de voluntad y saber si Antofagasta ofrece un panorama alimenticio de calidad para quienes deciden abandonar los hábitos tradicionales y de paso, enterarme de la reacción de quienes me rodean.

Primeras reacciones

Mi madre revuelve una olla que contiene un gran trozo de carne de vacuno con verduras cocidas. Está dejando el almuerzo hecho para el día siguiente porque trabaja durante todo el día y sólo dispone de una hora para venir a casa a almorzar. Estoy moliendo una palta que pretendo poner entre mis dos últimas rebanas de pan, mientras una vocecita en mi cabeza me recuerda que ése pan que comeré tiene un pequeño ingrediente consistente en grasa animal, alejo la idea de mi cabeza y espero el momento adecuado para comentarle a mi mamá la decisión que tomé hace algunos días. Mientras rememoro su preocupación ante la evidente baja de peso que sufrí al comenzar el año, la que según ella se trata de una tendencia suicida con la alimentación y que yo al respecto suelo reír al escuchar. No lo pensé más. Sólo lo dije.

- Mamá, voy a ser vegana desde mañana – le dije con seguridad, dando la primera mordida a mi pan con palta

- ¿Qué es eso? –preguntó ella con curiosidad y un atisbo de fuerza en su voz, como si se estuviera preparando para una respuesta que pudiera molestarla.

- No voy a comer nada que venga de una vaquita – comenté con una risita – ni nada que venga de ningún animal. Y no puedes hacer nada al respecto.

Es difícil describir la primera impresión de mi madre al escuchar mis palabras. Su rostro se desfigura y deja la cuchara de palo sobre la mesa.

- Pero ¿en qué cresta estás pensando niñita? – me dice con la voz más alta de lo normal.

- Que no voy a comer nada que salga de una vaquita…

- ¡Si claro! Y te vas a desnutrir, y te vas a morir y yo voy a tener que pagar tu funeral… estás loca, no voy a dejar que te mates – me dice, con aquel tono que suele adoptar cuando quiere finalizar un tema y darse por vencedora en una discusión en dónde sólo ella expuso su opinión. Típico de mamás.

Gabriela, mi hermana de catorce años pero mentalmente bastante mayor que yo, me mira como si no comprendiera el idioma que utilizo para contarle sobre mis cambios alimenticios. Estamos encerradas en mi pieza, solas, como siempre que necesito revelarle algún secreto de mi vida que me perturba y que ella, con sus racionales consejos, suele espantar.

- Es estúpido que dejes de comer carne – me dice sin más – no porque dejes de hacerlo, van a dejar de matar vaquitas ¿sabias?

- Pero es un comienzo, además, no lo hago sólo por eso – le respondo.

- Pollo – me llama por mi apodo dibujando en su rostro una de sus tantas muecas que dan a entender la obviedad del caso - Si estás flaca… ¿por qué lo haces? ¿Es parte de alguna nueva religión rara que estás siguiendo?

Me quedo en silencio observándola. Tiene lógica. Es lo que pensaría la mayoría.

Sin embargo, no es necesario pertenecer a alguna religión para poder practicar este hábito alimenticio. Según el miembro fundador de la Sociedad Vegana, Donald Watson, "El veganismo es una filosofía de vida que excluye todas las formas de explotación y crueldad hacia el reino animal e incluye una reverencia a la vida. En la práctica se aplica siguiendo una dieta vegetariana pura y fomenta el uso de alternativas para todas las materias derivadas parcial o totalmente de animales”. Y me parece totalmente lógico, se adapta a la perfección con a mis convicciones acerca de evitar la muerte animal y, más aún, contribuye de manera importante en los problemas medioambientales y sociales a los cuales se ve enfrentada la humanidad. Es de suma importancia saber que la mantención de 1.300 millones de animales anuales ocupa casi el 24% de la superficie terrestre del planeta y no sólo eso, alimentarlos ha provocado su superpoblación y posterior desaparición de especies de animales y vegetales por servir de alimento para los animales ubicados en enormes explotaciones ganaderas alrededor del mundo.

Entonces da para pensar. Me sorprendo preguntándome a mi misma ¿es realmente tan descabellado llevar una dieta vegana? Porque desde que comencé a explicarles a mis compañeros y amigos de la Universidad que no puedo comer roscas debido a que contiene huevo, me han mirado bastante extraño. Es cierto, uno rompe la normalidad al revelar una tendencia alimenticia distinta. Según mi propia y fidedigna estadística, siete de cada diez personas a las cuales les he comentado que soy vegana han puesto cara de extrañeza, luego preguntaron qué significaba ser vegana y a continuación dijeron frases como las siguientes: “estas loca”, “yo no podría”, “te vas a morir de flaca” y “no seas ridícula”. Pero no me importa demasiado, según Aida Molinari, nutricionista y actual docente de la Universidad del Mar, “mientras se reemplace responsablemente las proteínas entregadas por los alimentos de origen animal y sus derivados, no deberían existir problemas de salud en quienes adoptan del veganismo su estilo de vida”, lo que no sólo me asegura que sobreviviré sino que me respalda científicamente frente a las escépticas miradas de quienes lo desaprueban. Y con mi breve minuta lista, mis suplementos alimenticios en cápsulas para evitar posibles desmayos y con toda la fuerza de voluntad del mundo, me preparo para enfrentarme a lo que venga.

Comer o no comer, he ahí el dilema

Es lunes y mi desayuno consiste en pan pita con palta y libre de manteca, con un vaso grande de jugo natural de pomelo y media manzana. Todo me agrada, menos el pomelo porque es demasiado amargo. Dejo la mitad del vaso y parto a la Universidad. Pareciera que fue un desayuno bastante contundente, pero no. A media mañana tengo hambre, pero desisto de ir al Salvavidas, el kiosco que se encuentra en mi facultad. Lo dejaré para después, prefiero olvidar que tengo hambre.

Y así llega la hora de almuerzo. Llego a mi casa para calentar el almuerzo que mi mamá dejó preparado la noche anterior; bistec a lo pobre. Ella deposita un enorme huevo frito sobre los trozos de carne mientras mira con preocupación como me limito a comer carne de soya con arroz, tomate y papas fritas. Su indignación es aún mayor cuando me niego a probar su mayonesa casera, con el corazón partido en dos. Mi padrastro en cambio, sonríe y me pregunta que tal está mi comida para perros, haciendo alusión a la carne de soya que hay en mi plato.

Y así comienzan a pasar los días. Durante las tardes intento evitar el ocio de pernoctar en casa para evitar caer en la ansiedad. Me siento con fuerzas para no comer los postres que hay en el refrigerador, el queso y las carnes. Sin embargo siento la necesidad imperiosa de comer de esas roscas fresquitas que mi mamá trae todas las tardes de la panadería que visita después de la oficina. Están dentro de un mueble. Estoy sola en casa. Podría comer una rosca que contiene una gran parte de manteca, grasa de origen animal, sin sentir remordimiento alguno. Lo pienso durante mucho rato, pero finalmente no lo hago.

De pronto, he comprendido que no venden snacks para veganos. Me he dedicado a leer los ingredientes de cada uno de los alimentos que ingiero. Ninguna barra de granola, cereal integral y ni siquiera los clásicos turrones se salvan de tener “gelatina de bovino”, “aceite animal” y “huevo deshidratado”. Lo imagino y me causa repulsión. Veo que mis amigos en el fondo se alegran de recibir los alimentos que debo dejar, y comienzo a sentir rabia injustificada y constante mal humor.

Los días pasan

Dos semanas de veganismo para quien acostumbró a comer pan con queso derretido viendo la televisión por las tardes, es prácticamente una tortura. Despierto algo enojada con el mundo, o por lo menos eso me aseguro de responder mientras por dentro sé que sólo tengo hambre. ¿Cómo es posible que todo lo estoy acostumbrada a comer provenga de un animal? Mi orgullo sin embargo, es más fuerte. Me guardo el pensamiento. Averiguo nuevas opciones para comer y me entero que existen pocas marcas de carne de soya disponibles en algunos supermercados, las frutas y las verduras en Antofagasta tienen un precio superior al promedio nacional y uno de los pocos lugares en donde se pueden adquirir alimentos de origen vegetal es la tienda “Govinda” perteneciente al templo Krishna ubicado en calle Ossa, una de las más centrales en Antofagasta y en donde los productos hechos de distintas variaciones de la linaza, soya, cereales y gluten, van desde los $2500 pesos. Y si consideramos que se trata sólo de la pieza fuerte del plato y no el acompañamiento, quienes son universitarios y viven con la plata justa para la semana, este tipo de alimentos puede escaparse del presupuesto. Por mi parte, vivir con familia me mantiene tranquila en cuánto a la preocupación de lo que comeré, sin embargo, ahora que soy vegana sin el apoyo de mi madre, comprendo que son pocas las cosas que puedo comprar y que generen una sensación de saciedad al tragarlas.

Mi mamá se ha relajado más, y aunque ella cree que no noté que la vi echando el jugo de carne del bistec sobre mis fideos sin huevo y hechos 100% de harina de linaza, entiendo su preocupación. Supongo que pretende obligarme a consumir las proteínas que no absorbo al llevar una dieta de origen vegetal, lo que ella aún no asume es que dejar de consumir carnes y derivados me ha llevado irrevocablemente a comer todas aquellas verduras y legumbres que en mi niñez rechacé tajantemente, me he auto obligado a tomar desayuno todas las mañanas, hábito que no practicaba desde que iba en el colegio y que sin duda es perjudicial para la salud. Lo que podría considerarse un gran avance, eso si se tiene en cuenta que mis hábitos alimenticios varían constantemente, ganándome el apodo de “pollo” con justa razón por ser algo enfermiza y bastante débil. Lo bueno es que mis amigos ya ni siquiera me ofrecen pizza y en su defecto, me compran papas fritas con anterioridad. Ya no duele la ausencia de queso en mi vida, mucho menos la carne, lo que sí me tienta son las cosas dulces.

Queda poco para terminar el mes. Compruebo que los días no han sido fáciles. Ser vegana en Antofagasta y no morir en el intento, requiere de ingresos más altos de lo normal. Requiere de paciencia para explicar a quienes lo ven como un atentado contra la salud y sobre todo requiere de muchísima fuerza de voluntad.

He salido a comer afuera antes de terminar el mes de vegana. Pocos restaurantes tienen la opción de plato vegetariano y prácticamente los menús están compuestos en su mayoría por alimentos de origen animal. He dejado de pasar rabias. Ya no miro con recelo a quienes se comen una hamburguesa frente a mis ojos, incluso, he dejado de sentirme tentada ante los pasteles, pese a lo anterior y gracias a la ingesta de las proteínas y minerales que encuentro en vegetales como el brócoli, la betarraga, la soya y las legumbres mi ánimo no ha decaído e incluso me siento más vital.

El último día de mí dieta vegana la concluí con nachos con guacamole. Exquisita merienda compuesta de una mezcla de palta, tomate y cilantro, las que como con fritos de maíz. Al día siguiente, mi familia hizo un asado. Puse en mi plato un gran trozo de bifé de lomo liso de cocción media, como solía preferir antes de adoptar el veganismo. Mi familia me observó jugar con los cubiertos durante un momento, mientras me encargaba de llenar el plato con verduras y simular el movimiento del trozo de carne. No pude comérmelo. Es más, tuve que devolverlo al asador. Y mi mamá, sin si quiera demostrar enojo, puso más espárragos en mi plato.

Resulta curioso que ya habiendo terminado el mes de veganismo, compruebe que mi madre incluye en la lista del supermercado la carne de soya que más prefiero. Mi mamá lo comprendió luego de interiorizarse al respecto, incluso ha buscado en Internet recetas para veganos lo que sin lugar a dudas me conmueve pues comprendo lo difícil que fue para ella. Mi hermana por su parte, dejó de comer carne también, aprendió a saltear todas aquellas verduras que ambas solíamos dejar a un lado del plato. En mi hogar todos adoptamos hábitos alimenticios más sanos, prácticamente no consumimos pan batido y lo hemos reemplazado por aquellos que sirve como buena fuente de fibra.

En la actualidad soy vegetariana y con orgullo puedo decir que puedo comer todas aquellas verduras que tanto detestaba. Una parte de mí ha dejado de ser esa niña malcriada y mañosa. Con un profundo respeto hacia el mundo animal y el medioambiente, he encontrado el equilibrio, apoyada por mi familia y amigos, quienes han aprendido al igual que yo, que una dieta debe ser responsable para mantener una buena salud física y emocional.

Reportaje vivencial: Jonas Brothers 2.0

A mi hermana Gabriela no le bastó con ir al concierto de los Jonas Brothers en mayo del año pasado, por lo que ahorró durante meses para adquirir dos entradas al sector VIP del concierto ofrecido por las estrellas de Disney el pasado 4 de noviembre. Si antes las jovencitas gritaban extasiadas por ver a los Beatles y a los Backstreet Boys, la euforia provocada por este trío de hermanos supera los decibeles permitidos por la ley capitalina. Y yo, me lo tuve que aguantar por dármelas de buena hermana. He aquí la experiencia.

Por: María Luisa Córdova

Sé que la distancia que recorreré no es menor. Desde Antofagasta a Santiago hay aproximadamente 1361 kilómetros, los cuales atravesaré por tierra con mi familia para darle en el gusto a mi hermana de catorce años que vive y muere por los Jonas Brothers, una banda de tres jóvenes estadounidenses que han sacado una serie de discos amparados por la factoría Disney y que han revolucionado el pop y las hormonas de millones de jovencitas alrededor del globo.

Mis amigos cercanos lo comprenden y ya no se burlan, mientras que en las redes sociales mis conocidos procuran dejar en claro mi pseudo fanatismo escondido por los Jonas Brothers. Yo hago caso omiso, tengo claro que sólo cumplo mi función de hermana comprensiva que a futuro espera tener ciertas regalías y privilegios. Lo cierto es que mi madre no iba permitir que mi hermana ingresara a un concierto absolutamente sola. Era un hecho que tendría que acompañarla. Llevo varios meses resignada y esperando un cataclismo que lo detenga, pero no, el día de partir ha llegado.

El viaje

El viaje hacia la capital no es tan desagradable como muchos podrían creer. Si bien son cientos de kilómetros en donde el paisaje no varía más que en distintas tonalidades de desierto, las paradas suelen ser realmente divertidas. Desde pasar a ver a la abuela a Copiapó, a los tíos en La Serena, comprar dulces de La Ligua y distintas revistas en cada parada para llenar el estanque de petróleo, hasta comprar chucherías como Tetrix, artículos para hacer burbujas y maquillaje estrambótico, entre otras diversiones varías, lo hacen sin duda mucho más llevadero.

Una vez que entramos a Santiago, como buenos provincianos, nos perdemos. Comprendo la utilidad del GPS como remedio para el mal humor del conductor; mi padrastro. Mi madre por su parte, como toda mujer, insiste en que ella tiene la razón y al final, llegamos a nuestro destino no sin antes ver sus rostros llenos de mal humor y cansancio. Bien por ellos, yo y mis audífonos tenemos una relación muy estrecha durante los viajes.

El primer día en Santiago transcurre rápidamente. Intenté entrar a la cantina popular “La Piojera” pero me pidieron cédula de identidad y yo, la muy pajarona, no andaba trayendo. Hay situaciones en la vida que a uno le dejan una enseñanza potente, en mi caso, aprendí a andar con mis documentos, nunca se sabe cuando está la posibilidad de emborracharse. Luego de eso nos fuimos al Parque Arauco a comer a un buffet porque llevábamos casi doce horas ingiriendo bebidas energéticas y empolvados. El Gatsby siempre es la mejor opción para olvidarse de mantener la línea gruesa y otras varias estupideces que rondan en el cerebro femenino. Luego de eso, no queda más que dormir para tener muchas energía para el día siguiente, que constará de Museo Interactivo Mirador (MIM) salpicado de niños pequeños gritones y unas cuantas parvularias histéricas, y alguno que otro atisbo de consumismo empedernido en calles Bandera y Rosas, en donde adquirir ropa de megastores como “Orange Blue” y su atractiva línea “Vintage Emporium” pareciera ser lo más divertido para una compradora compulsiva como yo, a diferencia de mi madre, que no lo soporta y me saca de una oreja de allí porque no aguanta el vitrineo excesivo.

Pero hay que dormir. Dicen que debo tener muchas energías para soportar un evento de la magnitud Jonas. Yo lo tengo claro, fui testigo de la euforia el año pasado en el Club Hípico, en donde se congregó una cantidad espantosa de teenagers sedientas de pseudo rock. Ahí estuve, firme junto al pueblo gritón, embetunada hasta los codos con bloqueador y entreteniéndome observando a la multitud y alguna que otra mamá desmayada de tanta presión.

Nos levantamos cerca de las diez de la mañana y al mediodía salimos del departamento ubicado en pleno centro. Siento una necesidad imperiosa de seguir durmiendo, pero me lo aguanto. Mi hermana tiene un rostro que cómo se los explico. Está pálida y dice que en cualquier momento vomita de la emoción. Es bastante expresiva al respecto, se aferra a mi brazo y me aprieta, así que me resigno a ser además de una acompañante, un método de relajación humano. Nos vamos a almorzar al Liguria con la esperanza de que la chica se calme. Ella pide tallarines con milanesa que deja a la mitad y yo una ensalada más un pie de limón. Siento que necesitaré azúcar para aguantar lo que se viene. Mi mamá se reúne con algunas amigas ahí en el restaurante y se separan de nuestro angustioso grupo porque ellas irán a ver a Chayanne. Mi padrastro nos acerca al Estadio Monumental y se deshace de nosotras asegurándonos que a la salida del concierto, nos esperará en el mismo lugar. Y se va. En el fondo está feliz, lo veo en su sonrisa a través del espejo retrovisor. Sé que por dentro se muere de risa por nuestro trágico destino.

Y empezó el show

Son las dos de la tarde. El concierto se inicia a las ocho. Deben haber, por lo bajo, medio millón de niñitas gritando. Esta bien, exagero un poco, pero son lo suficiente como para combatir en batalla y de paso, ganar por daño auditivo irreversible. Mi hermana esta delirando, me toma de la mano y me hace correr alrededor del Estadio en búsqueda de la entrada para quienes tienen ticket VIP. Le pregunta con desesperación a tres carabineros con cara de buena onda. Los tres le apuntan hacia la misma dirección y ella, testaruda y precipitada, pide instrucciones a cada carabinero que se encuentra en el camino, como para asegurarse que no se trata de un sueño. Cuando llegamos a la entrada, comprendemos que hay una fila de varias cuadras de largo. ¿Pueden creer que mi hermana le rogó al carabinero que la dejara colarse? Así sin anestesia ni nada, puso su mejor cara de angustia que el funcionario pasó olímpicamente por alto, lo que sólo provocó que ella pegara la vuelta y me arrastrara de la mano nuevamente, buscando un lugar en dónde meterse en la fila.

Dicho y hecho. Nos colamos en una fila, a pocos metros de la entrada. Mi hermana se muerde las uñas y yo le subo el volumen a mi reproductor de música. La fila comienza a avanzar y una vez que pasamos por el primer registro en donde enseñamos nuestra entrada a los encargados, mi hermana comienza a correr para conseguir el mejor lugar. Yo no entiendo porqué corre tanto, no podríamos tener un mejor lugar que el VIP pero ella insiste en que morirá si no ve a Joe Jonas de cerca. Luego de tres revisiones, hacemos ingreso al Estadio propiamente tal. El paisaje está teñido de rosado, miles de cabecitas saltarinas y gritonas se reparten por el lugar, cuya capacidad ha permitido el ingreso de más de 60.000 espectadores. Nosotras ingresamos a la zona VIP escoltadas por una señora que me pide propina por mostrarme la silla numerada que corresponde mi entrada. Busco algunas monedas y observo como mi hermana corre hacia el fierro que la separa del escenario y se aferra a él con tanto ímpetu, que parece un koala neurótico. Me acerco a ella sin mucha dificultad y le digo que estaré en mi silla durante todo el concierto. Vuelvo a sentarme y compro una bebida. Me preparo para lo que serán por lo menos seis horas de tortura.

Llevo dos horas jugando Tetrix. He muerto varias veces pero he conseguido llegar al nivel siete. Le subí al máximo el volumen a mi reproductor de música, con la ilusión de apagar los chillidos de las niñas que me rodean varios metros a la redonda. Soy como un cerebro jugoso frente a una horda de zombies, sólo que ellas no me quieren comer, sólo quieren romperme los tímpanos. La verdad es que la ubicación en la que me encuentro es fantástica. En otra instancia estaría delirando por ver a algún artista o grupo musical de mi preferencia, por ende, comprendo la euforia de mi hermana que ya he perdido de vista porque muchas otras más se han convertido en koalas gritones esperando la salida de los Jonas. Hay dos pantallas gigantes que transmiten videos musicales en alta definición, y cada vez que sale alguno de los Jonas, los gritos se hacen insoportables. Varios papás, al igual que yo, ocupan sus asientos VIP mientras se tapan los oídos cada vez que comienza el griterío. Intercambio miradas de resignación con algunos de ellos. Un hombre mayor, evidentemente un padre resignado, me ofrece un cigarro que acepto con gusto. No lo fumaré hasta que el sol deje de calcinarme.

Los minutos se hacen lentos. Estoy tan aletargada que me pregunto cómo llegué aquí. Tengo la chaqueta sobre la cabeza en un vago intento de protegerme del sol que, con seguridad, pretende matarnos. En ocasiones como éstas, el bloqueador no es suficiente, pero para las fanáticas, algo tan irrelevante como el cáncer a la piel no las alejará de su lugar. Insisten en gritar. Yo me pregunto porqué gritan tanto… ¿sacan algo más que desgastar sus gargantas? ¿Acaso piensan que los Jonas las escucharán? ¿Es necesario manifestarse tan estúpidamente? Estoy inmersa en aquellos pensamientos cuando de pronto salen a escena la banda argentina “Highway: rodando la aventura” que protagoniza el Zapping Zone del canal Disney, un programa de televisión bastante aburrido en donde los compositores escriben música basura de coros poco originales y performance poco espontánea. Cantan por lo menos doce canciones. Decido volver a enfrascarme en mi Tetrix mientras escucho a lo lejos versos como “1, 2, 3 amigas por siempre. 1, 2, 3 contra la corriente” o “pase lo que pase yo estaré contigo, solo en tu mirada encuentro mi destino… el amor, nuestro amor”. Los grandes compositores se revuelcan en sus tumbas justo ahora. De pronto siento vibrar mi teléfono celular. Mi hermana con su voz aguda y de ultratumba, me dice que se desmayó. Yo pienso que exagera y sólo quiere darme a entender su emoción de estar a punto de ver a sus máximos ídolos musicales, pero no, realmente se desmayó y se encuentra al costado izquierdo del escenario, en una carpa improvisada como servicio médico para casos de neuroticismo agudo. Corro como una madre angustiada a su encuentro y cuando llego la encuentro acostada en una camilla, con el rostro sudoroso y evidentes síntomas de náuseas. Me murmura que necesita mejorarse y recuperar su lugar privilegiado entre la multitud. Yo le digo que cómo se le ocurre. Ella me dice “y a ti cómo se te ocurre que me voy a quedar en este camilla si esperé todo el año este momento”. Y comprendo que no es momento para dármelas de protectora y le compro una bebida, lo que en parte la repone, por lo que la dejo partir de vuelta a recuperar su lugar arrebatado por las que ahora son muchísimas más fanáticas saltando a la espera de los Jonas.

Mi instinto de hermana cuática florece. No puedo volver a mi asiento a jugar sin el temor de que se vuelva a desmayar y de paso morir. En un momento como éste, ser extremista es de vida o muerte. Así que con la mayor de las resignaciones me levanto de la comodidad de mi silla, me amarro la chaqueta a la cintura, me tomo el pelo en alto y me dispongo a meterme en la multitud para ser la guardaespaldas de mi hermana. Creo firmemente que el sacrificio valdrá la pena en algún momento, ella tendrá que donarme algún órgano o entregarme parte de su dinero cuando sea mayor. Tengo toda mi fe puesta en la Gabriela.

Mientras me encuentro siendo aplastada por la multitud a pocos metros del escenario, a mi lado una señora de aspecto bastante cuico, grita como loca porque no quiere que ninguna niñita la toque.

- Quítense rotas, no me empujen – le dice a una fanática que, sin querer, pasó a llevarla mínimamente. Es obvio, la señora, su marido y dos hijos, ocupan los cuatro primeros asientos del VIP, por lo que se encuentran en una evidente zona de riesgo, no tiene derecho a reclamar.

- Te estoy diciendo que te quites, rota – vuelve a reclamar la señora, intentando mantener la cartera Louis Vuitton sobre su cabeza, como si la multitud estuviera compuesta delincuentes juveniles.

El esposo de la señora, con una calma sorprendente, le dice que juntos se vayan hacia atrás y que deje a sus hijas disfrutar del show, para evitar su histeria, a lo que la señora responde con los ojos desorbitados que no hará tal de perder su lugar, mientras con asco le agarra el brazo a una jovencita inocente y le grita que deje de empujarla. La pobre niña la mira con miedo y yo no puedo reprimirme.

- Señora, la van a seguir empujando – le digo, envalentonándome.

- Bueno, yo pagué por este asiento, no voy a dejar que estas rotas me toquen – me grita con deprecio.

- Cuando empiece el show, va a tener que bancárselo – le digo con calma

La señora se enfurece y comienza a gritar que no se va a bancar nada, que por algo pagó una cantidad considerable por los cuatro primeros asientos y que quiere que el encargado del lugar se haga presente para reclamar por lo menos dos metros a la redonda de su silla, cosa de contemplar el espectáculo sin ningún desorden posible. Yo me río por lo bajo y me alejo un poco, para darle espacio de despotricar un rato hasta que empiece el concierto.

El suelo comienza a temblar, los chillidos se hacen más intensos que nunca. Los decibeles que en este momento se concentran en el Estadio Monumental podrían ser escuchados tanto por humanos como por murciélagos. Me tapo los oídos por lo menos durante tres minutos en que las luces y el humo juegan con la expectación multitudinaria. Y de pronto, desde una plataforma brillante ubicada en el centro del escenario, hacen su aparición los Jonas Brothers, entonando una de sus tantas canciones pegajosas. Un agudo coro entona cada uno de sus versos acompañados de gritos como “mijito rico” o “hazme un hijo”. Yo, escandalizada ante la euforia hormonal, compruebo que niñitas menores que mi hermana se agitan para lanzar alguna de esas frases sugerentes que ni siquiera yo, en algún arrebato, he vociferado. O tal vez sí, pero no recuerdo. La señora reclamona pierde el equilibrio y con el ceño fruncido, la veo pasar a mi lado y dirigirse hacia atrás con su marido, al parecer comprendió que si no quiere morir de taquicardia, debía retroceder. Los conciertos no están hechos para personas siúticas.

Las jovencitas se han vuelto locas e incluso yo he tenido que retroceder algunos metros para darle espacio a los saltos y movimientos desenfrenados. De vez en cuando pierdo de vista a mi hermana, pero si de algo estoy segura, es que su fanatismo la debe estar manteniendo en pie. Y yo, desde una distancia prudente para auxiliarla frente a cualquier problema, me dedico a observar a los Jonas.

Siendo racionales, los muchachos son bastante guapos. Joe tiene pinta de homosexual con una polera musculosa negra con cadenitas colgando, demasiado apretada para mi gusto pero bastante normal para un rockstar. El hermano menor es bastante agraciado pero un poco llorón, ésta vez al igual que el concierto del año pasado, anduvo dando un poco de lástima por ser insulino dependiente. Pero este año vuelvo a pensar, que con la cantidad de plata que tiene, podría pagarle a un enano montado en un unicornio que le inyecte su medicina. De todas formas, de lejos se nota que es el que mejor canta y toca la guitarra. Del hermano mayor poco se habla, es el único Jonas que está casado y por ende, nadie suele prestarle demasiada atención. Ni siquiera yo.

Decido ir al baño, aprovechando que todo el mundo esta pendiente del show. Con bastante dificultad salgo de la multitud para abandonar la zona VIP e ingresar a la cancha. Cuando salgo del baño, unas instalaciones bastante decentes debo decir, caminé libremente de vuelta hacia el lugar y mientras le enseñaba mi ticket a la encargada del lugar, una jovencita desesperada ubicada en la cancha, de no más de quince años, se aferra a mi brazo llorando como si hubiera sido parte de un atentado terrorista, sosteniendo un peluche de oso y una carta entre sus brazos. “Entrégaselo a Nick Jonas por favor, entrégaselo, mi vida depende de ello”, me gritó entre lágrimas. Tomé el peluche y la carta, asegurándole que haría lo posible por lanzarlo al escenario cuando estuviera cerca. Craso error. Volver a mi posición privilegiada requeriría de más esfuerzo del que pensé, así que en vez de tratar de meterme entre la multitud, esperé a que terminara el concierto para cumplir mi palabra.

Durante la media hora restante que duró el concierto, comprendí el nivel que puede llegar el fanatismo desenfrenado. No existe edad ni género que discrimine las actitudes tan irracionales que gobiernan a quienes desatan su fervor al extremo. Niños y niñas lloraban mientras estiraban los brazos hacia el escenario, gritaban “te amo” a diestra y siniestra, levantaban sus carteles en alto con frases en inglés dedicadas a sus ídolos y de vez en cuando cerraban los ojos y gritaban agudamente como para desatar todas sus pasiones. Tal cual he visto en la televisión a las groupies de antaño.

Una vez que terminó el concierto, me aseguré de acercarme al escenario lo más posible. Lancé el peluche con la carta y cayó, ante mi sorpresa, justo donde hace medio minuto se encontraba Nick Jonas. Supongo que con un poco de suerte, recogerían todos los animales de algodón que se encontraban sobre el escenario y se los entregarían a los Jonas. Busqué a mi hermana, que apareció increíblemente chascona y sudada, llena de lágrimas y con mucha sed. Llevaba una de esas sonrisas que denotan verdadera felicidad. Me comentó que abrazó y lloró junto a varias “Jonáticas” desconocidas y que, sin duda, fue la experiencia más reconfortante de su vida. Lo único malo es que no podía caminar de tanto que había saltado.

Salimos del Estadio y demoramos cerca de una hora y media en encontrar a mi padrastro. Los vendedores ambulantes se hicieron la América con tanto merchandising. Ahí es cuando la creatividad del chileno se muestra en gloria y majestad; podías encontrar desde tazones hasta calendarios, relojes, poleras, fotografías e incluso patentes de los Jonas Brothers. La señal telefónica se perdió durante un par de horas, tal cual sucede en los terremotos. Podría decirse que un concierto de esta magnitud causa eventualmente, los mismos daños que un desastre natural. Una vez que subimos al vehículo, comprendimos que el barullo había acabado. Sobrevivir fue más difícil de lo que creía, pero supongo que es el precio de hacer feliz a la hermana. En el fondo, sé que si ella fuera la mayor, haría lo mismo por mí.

Mini novela futurista

Cuarenta y ocho grados Celsius a la sombra. Antofagasta ofrece un panorama desolador desde la altura. Miles de edificios metálicos y brillantes se empinan desde todas direcciones. El desierto árido se ha fundido con placas de vidrios rodeando varios kilómetros de costa adentrándose hacia la cordillera. No hay peatones en ninguna de sus calles. El silencio lo cubre todo con su espectro sobre el asfalto intacto. Pareciera que nadie lo ha pisado en décadas.

Hace cien años se alertó a la población mundial que el sol además de producir envejecimiento prematuro de la piel, causaba cáncer progresivo en cuestión de minutos, provocando una degeneración impactante con daños irreversibles e incluso mortales. En ese entonces, el mercado ofreció una serie de productos para el cuidado de la piel, sin embargo, nada de aquello surtió efecto y la humanidad optó por refugiarse de los rayos del astro, escondiéndose tras gruesas placas de grandes edificaciones durante el día.

- Entonces ¿ya es seguro? – preguntó Matilde con ansiedad mientras sostenía en alto una probeta en el laboratorio en donde trabajaba hace ya nueve años.

- Al parecer sí – respondió Lorenzo – al menos eso acaba de llegar a mi dispositivo de mensajería instantánea. La ONU lo aprobó, incluso creo que la Iglesia no puso reparos.

- No puedo creerlo – respondió Matilde, tomando asiento y llevándose una mano al pecho, profundamente impactada ante la noticia entregada por su colega.

- ¿Por qué te parece tan extraño Matilde? – Preguntó Lorenzo, mirándola fijamente – a mí lo que me parecería extraño es que esto no se filtrara a la prensa mañana a primera hora. Últimamente las noticias sólo hablan de tormentas solares, el hecho de que se realice la primera clonación con rescate de memoria en Chile me parece histórico.

- ¿Quién más lo sabe? – preguntó Matilde, haciendo caso omiso a la respuesta de Lorenzo.

- El cuerpo científico de Santiago y su sede del norte, o sea, nosotros. Y bueno, la ONU, los consulados, el Vaticano y esas cosas. ¿Pasa algo? Estás extraña.

- No es nada, no te preocupes – respondió enérgicamente mientras esbozaba una sonrisa falsa – es sólo que me parece increíble que por fin… - sus palabras quedaron silenciadas por el sonido del dispositivo de mensajería que portaba en su cinturón - ¿aló? Sí, acabo de ser notificada, enseguida voy hacia allá – cerró el dispositivo y miró a Lorenzo – Perdóname, tengo que irme. Soy parte del comité de restauración y solicitan mi apoyo de inmediato.

José fue asesinado hace doscientos años en Antofagasta. Sus restos fueron encontrados dentro en una bolsa plástica enterrada varios metros bajo la arena, a poca distancia del monumento nacional La Portada. Su familia, desconsolada y sin lograr comprender porqué José había sido brutalmente asesinado, luchó durante años por tratar de resolver el enigma de su deceso por medio de complicados procesos legales que finalmente no arrojaron nada. El caso nunca se resolvió y todo quedó olvidado entre carpetas salpicadas de tiempo, arena, soledad.

Tras dos siglos y gracias a los avances tecnológicos propios del siglo XXIII, José sería el primer chileno clonado en su propia tierra, todo bajo rigurosos proyectos científicos desarrollados a través de muchos años de estudio. El rescate del cuerpo era el primer paso y el más fácil, pero el proceso de restauración de la memoria era la etapa más complicada de ejecutar. Retomar los recuerdos y conocimientos de una persona fallecida parecía ser un cuento utópico, sin embargo, expertos lograron encontrar la forma de sustraer una partícula del ADN de la que se tuvo total desconocimiento durante toda la historia de la ciencia mundial. Esta partícula partió como un mito, la religión intentó callar los rumores de la capacidad vital de esta nueva e impactante revelación a favor de la humanidad, pero finalmente la religión alrededor del mundo perdió adeptos y la fe quedó sepultada bajo la supremacía de la ciencia.

- Tenemos los restos de José justo aquí – señaló el director del proyecto, un hombre alto e imponente, vestido de riguroso blanco y con guantes transparentes en ambas manos, mientras abría una caja metálica ante la expectación de sus colegas – Un pequeño experimento para el hombre, un gran salto para Antofagasta – bromeó con una gran sonrisa escondida bajo los bigotes.

- ¿Quién iba a pensarlo? mis tatarabuelos se emocionaron cuando clonaron una oveja y ahora veremos resucitar a una persona, me parece increíble – murmuró una voz tras Matilde.

Sin pronunciar ninguna palabra durante el proceso de recolección de los restos, Matilde observó expectante como el director del proyecto de restauración colocaba pequeños fragmentos de osamentas dentro de sofisticados equipos. La mayoría de ellos consistían en aparatos metálicos de grandes proporciones con muchísimos botones y fuentes de colores que contenían líquidos y sustancias gaseosas suspendidas y en constante movimiento.

- ¿Pueden creer que esto toma menos de dos horas? – Murmuró el director, mientras presionaba algunos botones y sacudía el polvo de sus guantes – antes del mediodía, José estará dictando una conferencia y tal vez se tome un café con nosotros y nos cuente que tal se está en el cielo – soltó una carcajada bastante larga, mientras el resto de los miembros del comité de restauración comenzaban con los abrazos protocolares, mientras salían del laboratorio, abandonando la construcción del cuerpo en la capsula sellada.

Matilde se quedo de pie en el mismo lugar. No quitó la mirada de la capsula que regularmente emitía una serie de sonidos acuosos. Transcurridos algunos minutos, se acercó a las paredes del laboratorio, paredes que consistían en un grueso vidrio polarizado que daba la extraña sensación de estar a punto de caer al vacío. Se encontraba rodeada de cientos de edificios de iguales condiciones. Todas eran enormes construcciones hechas de espejos que creaban ilusiones ópticas.

Se encontraba en el piso setenta y desde allí lograba observar la ciudad en plenitud. La soledad recorría todos sus recovecos, durante un momento recordó las fotografías que sus antepasados guardaban en arcaicos aparatos computacionales, cuando la ciudad contaba con mercados al aire libre y podían comprar algunas frutas en las esquinas. Cientos de imágenes de personas disfrutando del sol y la playa, andando en bicicleta y paseando a sus mascotas, fueron imágenes irreales, como sacadas de una película que alguna vez vio pero que no recordaba con exactitud. Aquellos recuerdos que no le pertenecían le parecían extraños pero por alguna razón, muy cálidos. Y se preguntó, por primera vez, qué pasaría cuando su tatarabuelo abriese los ojos y comprendiera que el mundo al cual fue obligado a volver, no fuese aquel que vio por última vez. Un estremecimiento recorrió su espalda. Ahora sabría quien le quitó la vida, lo sabría de su propia boca, vería y oiría a un hombre que conoció una realidad absolutamente distinta, podría tocarlo y sentir en él los abrazos de las generaciones perdidas de su sangre, sentir en él la presencia de sus padres que la abandonaron cuando era pequeña, ver en él los ojos de su bisabuela, la mujer que la crió hasta los siete años y de quien heredó las penas por su padre y tatarabuelo asesinado.

- Matilde – murmuró Lorenzo desde la puerta – ¿Me puedes explicar qué pasa?

- Es mi tatarabuelo – murmuró sin vacilar – voy a conocer a mi tatarabuelo.

- ¿De qué estas hablando?

- El hombre que estamos clonando es mi tatarabuelo.

Lorenzo la observó perplejo durante un momento. Se acercó a ella y la abrazó. Matilde respondió al abrazo mientra se enjugaba algunas lágrimas.

- No sé que pensar – sollozó – yo creía que había algo más allá de la vida, no sé, pese a que siempre he sido una mujer de ciencia, he guardado una esperanza por la humanidad, no puede ser que luego de morir todo se ponga oscuro y no exista nada más.

- Tranquila Matilde – le respondió su compañero, mientras sacaba su pañuelo de tela del bolsillo y repasaba sus lágrimas – Hay algo más. Tiene que haberlo, si no fuese así, tu tatarabuelo no volvería.

- Tengo miedo de escuchar lo que tenga que decirme – comentó Matilde, soltándose del abrazo de su colega y caminando alrededor de la capsula – tengo miedo de saber qué fue lo que le pasó ese día, cuando lo mataron…

De pronto se abrió la puerta del laboratorio y entró el director junto a un séquito de especialistas en restauración. Todos cargaban con un dispositivo de mensajería en las muñecas, al cual acercaban a sus bocas y murmuraban una serie de frases que quedaban registradas como una bitácora de voz.

- Se acabó la espera amigos, estamos a punto de hacer historia en Chile – dijo el director, con voz potente mientras abría los brazos – por primera vez sabremos qué fue lo que pasó con José, qué hay más allá de la muerte y que nos depara como humanidad luego de esta revelación.

- Señor director, no creo que sea pertinente que José despierte en este lugar – dijo repentinamente Lorenzo, causando asombro entre los miembros del comité. Matilde lo observó impactada – Creo que es necesario llevar la capsula a algún lugar en donde él se sienta cómodo. Recordemos que han pasado doscientos años, el impacto puede causarle un shock.

- Bien pensado Lorenzo, estarás a cargo del traslado – sentenció el director – no estaba dentro de la planificación, pero bueno, supongo que hemos perdido la sensibilidad - sonrío durante un momento y luego adoptó una expresión de seriedad impuesta - Estarán de acuerdo colegas, que nos traslademos juntos hacia la estación verde, allí hay algunas plantas subterráneas y algo de la mejor luz artificial, estoy seguro que José se sentirá cómodo allí.

- Disculpe, señor director ¿puedo acompañar a Lorenzo en el traslado? – murmuró Matilde, sin levantar la mirada del suelo.

- Había pensado que quizás podrías ayudarme a elaborar el informe médico Matilde – le respondió éste – sabes que eres la mejor redactando esta clase de proyectos. Podríamos hacerlo mientras nos trasladamos, así ganamos algo más de tiempo.

Matilde asintió con la cabeza, levantó la mirada encontrándose con la de Lorenzo, quien le devolvió una leve sonrisa.

El móvil de traslado consistía en una plataforma aerodinámica polarizada con sólo una rueda esférica en el centro. Lorenzo lo conducía a través de una pantalla digital en la comodidad del asiento trasero. Junto a él se encontraba la capsula con el cuerpo de José, completamente reconstruido y algo difuso entre líquidos color piel. Lorenzo presionó algunos botones en la capsula, dando término al proceso de restauración. De pronto ésta se abrió.

Los ojos de José se abrieron lentamente en la penumbra de los asientos de cuero negro. Lorenzo lo observó con tranquilidad, mientras el líquido escurría entre su piel agrietada y carcomida por el tiempo y el agua.

- Quédese donde esta y no se mueva – le dijo Lorenzo con decisión.

José abrió completamente los ojos y con espanto, reconoció el rostro del hombre que lo observaba sentado frente a él.

- Eres tú – murmuró José con una voz que denotaba esfuerzo – eres tú.

- Cállese y escuche – le dijo Lorenzo, acercándose a la capsula – no voy a dejar que sus estúpidos recuerdos destruyan la memoria de mi tatarabuelo.

- Eres… – murmuró el hombre, sin lograr terminar la oración, mientras su rostro completamente drenado comenzaba a mostrar horror.

- Sí, también me llamo Lorenzo, como mi tatarabuelo. Sé que usted lo conocía, también conozco bien la historia – comenzó a explicar Lorenzo, mientras los ojos y la boca de José comenzaban a mostrar el miedo – Ustedes fueron socios, claro que nadie conocía esa alianza, por supuesto, porque era ilegal. El tráfico de drogas en esos años era penado por ley, pero el peor castigo era el social, como lo sigue siendo hasta hoy, por eso no puedo permitirle que viva.

- No entiendo nada – murmuró Jose.

- Le explico don José; mi tatarabuelo lo mató a usted para salvar su reputación. Su familia lloró su muerte, pero nada nunca se supo, o bueno por lo menos hasta hoy que lo hemos traído de vuelta – Lorenzo prendió un cigarro largo y angosto que emitía bocanadas de color negro – sí, usted es el primer chileno en completar el proceso de clonación con rescate de memoria, se supone que un comité estaría presente en su resucitación, pero yo no puedo permitirlo.

- ¿Estuve muerto? – preguntó José

- Muerto y enterrado, durante muchos años – respondió Lorenzo.

- Estas bromeando – murmuró el hombre, comenzando a mover la cabeza con cuidado – si sólo estaba dormido, siento que he dormido una larga siesta.

- Sí, una siesta de varias décadas don José, pero no se preocupe, volverá a dormir enseguida, yo me ocuparé de ello.

De pronto el vehículo se detuvo y Lorenzo se puso de pie, sacó un traje completo y delgado de un compartimiento bajo el asiento, se lo puso con rapidez y luego se colocó unos anteojos grandes de color rojo. José lo miraba con espanto. Abrió la puerta del vehículo y el sol entró como una ráfaga de fuego.

- Pensé que sería mas tarde, pero es mejor así, tardaremos menos en que su cuerpo se destruya - dijo Lorenzo, hablando más hacia sí mismo que hacia José.

José cerró los ojos. Tardó un segundo en comprender que volvería a dormir y sintió que su alma estaba en paz. Cruzó los brazos en su pecho mientras Lorenzo arrastraba la capsula hacia el desierto árido y el sol comenzó a quemar su rostro. Su piel comenzó a enrojecer con una rapidez alarmante, luego comenzó a quebrarse y finalmente comenzó a desfigurarse provocando una serie de ampollas en todo su cuerpo. José no emitió ningún sonido de dolor o desesperación, sólo cerró los ojos mientras su pecho agitado comenzaba a convulsionar, hasta que tras quince minutos de silenciosa agonía, dejó de respirar.

Lorenzo lo observó con desprecio y luego lo arrastró durante horas a través del desierto cargando una pala a cuestas. Caminó hasta perder de vista el vehículo, sosteniendo en su otra mano el dispositivo de mensajería que le indicaría el camino de regreso. Una vez que halló un sitio desolado en la inmensidad de la pampa, comenzó a cavar. Lo hizo durante varios minutos. Abrió la capsula para contemplar los restos carbonizados del cuerpo inerte de José, luego lo cerro y al lanzarlo hacia el fondo del agujero, una parte de la capsula pasó a llevar su traje, llevándose consigo parte importante de la tela que cubría su torso. Bastaron dos segundos para que Lorenzo comenzara a gritar con desesperación una vez que el sol tocó directamente su piel. Intentó en vano protegerse de los rayos, pero éstos se reflejaban irrevocablemente en la arena y transcurridos algunos minutos, Lorenzo se vio tendido en el desierto, gritando con espanto mientras se quemaba vivo. Luego de una hora, ambos hombres se encontraban muertos, uno completamente carbonizado y el otro con la mitad del cuerpo desvanecido por el sol. Al caer la tarde, no quedaban rastros del cuerpo de Lorenzo, se los había llevado el viento de la pampa, arrastrándolos por el desierto. Los restos de José en cambio siguieron dentro de la capsula, intactos, olvidados por el tiempo, olvidados por el cielo, durante muchos años.