miércoles, 23 de marzo de 2011

Política del cachipún

Para quienes no manejamos una visión propia de la política chilena tenemos dos opciones: hacer uso indiscriminado de la información que ofrecen los medios de comunicación que, tergiversados o no, pueden interpretarse de diversas formas según el coeficiente intelectual del lector o hacerle caso al pariente viejo y resentido de la familia, aquel que te cuenta su versión de la historia y no solo se conforma con ello sino que trata de convencerte recurriendo a técnicas tan sucias y sabrosas como el soborno.

De cualquier modo, soy parte de aquellos que no supo de dictadura ni toque de queda más que aquello que mis padres me contaron. Pareciera que en nuestra generación es un poco impensado tener que encerrarse en las casas al caer la noche o morir fusilado. En nuestras mentes se materializa una versión terrorífica de un país con ley seca y sonidos de metralletas y perros llorones en las esquinas. Una visión superficial y con menos peso que un paquete de cabritas.

La historia nos deja lecciones. Se supone que para no volver a cometer los errores pasados y luego trascender. Lo lamentable es que a varios les gusta quedarse pegados en el pasado, lo hayan vivido o no, reclamando condiciones sociales justas al precio de arrancar del guanaco y encenderle fuego a las bancas de la plaza de armas. Pero responder con violencia nunca ha solucionado nada. Hay que atacar con ideas. Hay que apuñalarlos con perspicacia.

En un mundo globalizado e iluminado –por el uso masivo del Internet- las comunicaciones cobran un valor muy importante. Ya no sólo te puedes hacer pasar por un joven guapo y exitoso pese a ser un gordo de ciber café con tendencias sexuales retorcidas, sino que puedes dar a conocer opiniones, ideas, sugerencias y reformulaciones a las políticas arcaicas. Para dejar de hablar de derecha e izquierda en un país en donde ninguna de éstas tendencias se manifiesta puramente, para tener buenos argumentos y no estar escribiendo sin ningún conocimiento previo –ejemplo: yo aquí y ahora- partir por inscribirse en los registros electorales, no leer el diario de atrás para adelante y saltarse el cuerpo de política, no manejar en estado de ebriedad, ser un buen ciudadano. Vivir en la democracia del cachipún, en que cualquier día puede pasar cualquier cosa, le da un gustito extra a vivir en un país que dejó de ser tercermundista y pega patadas voladoras a potencias latinoamericanas. Admitámoslo, podríamos estar peor.

Memoria de verano

Abrir los ojos en medio de la penumbra de mi habitación, duelen como si llevasen años cerrados. Los abro con cuidado. Lágrimas secas pegaron mis pestañas durante la noche. Observo como las sombras proyectadas por el atrapa sueños se desvanecen en las paredes. No recuerdo muy bien que día fue ayer ni cómo llegue a mi cama. Miro por la ventana, esta pronto a amanecer. Intento invocar la memoria, parece extraño esforzarme más de lo acostumbrado en recordar lo que hice el día anterior. Creo que fui a pasear. Quizás bailé con algún desconocido. Fumé y bebí.

Sí, eso lo recuerdo perfectamente.

Lentamente, el sol se cuela por mi ventana. Observo como los azules del mar se funden con el cielo. Arriba, muy en lo alto, un astro brillante y solitario divaga por el espacio infinito. Me levanto de la cama, cojo mi bata y procedo a abrigarme. Hace frío y me parece extraño, ayer la ciudad disfrutó de una cálida tarde de verano. Recuerdo sentir la brisa bajo mi vestido blanco y mis dedos abiertos recogiendo los trozos de sol. Y el aroma a verde en la atmósfera, una suave mezcla de pétalos de nomeolvides y girasoles. Sí, lo recuerdo como si la imagen se filtrase por mi mente en secuencias lejanas, como si no fueran mis memorias sino unas ajenas. Pero era yo, desde lejos, danzando al compás de unas hadas que nadie más veía. Hacía calor. Me quité los zapatos la tarde de ayer. Que raro, esta madrugada congela el vidrio y sepulta las calles bajo una densa capa de niebla.

Me acerco al espejo en la esquina de mi habitación. Una parte de mi estómago se remece de impresión una vez que hallo mis facciones descoloridas. Desconozco mi rostro. ¿Estoy más delgada? ¿Mis pestañas están más cortas? Toco mi rostro para cerciorarme de que soy yo y no un fantasma que observa a través del reflejo. Mi cabello que alguna vez fue rojo y que teñí de negro hace dos días pareciera como si no hubiera sido tocado por tintura alguna hace semanas. Hace meses, tal vez. Tengo una raíz en el cuero cabelludo de por lo menos cinco centímetros. Cincuenta milímetros de un rojo furioso se escapa de mi cráneo, como implorando escapar, rebeldes y enmarañados. ¿Fue hace dos días que decidí pintarlo de negro? ¿Cómo fue que pudo haber pasado? Debería haber leído mejor las instrucciones de coloración que contenía el envase.

Que dulce es caminar descalza sobre la madera. Mi habitación tiene de esos aires rústicos campestres, pero escondidos en medio de la ciudad. Un florero vacío gobierna mi cómoda. No recuerdo haber puesto ese florero. No recuerdo ese florero en lo absoluto. Observo con detención los detalles que me rodean, siento que los objetos me espían. Una caja metálica junto al florero, yace abierto conteniendo pétalos de alguna rosa seca. Me acerco a mi closet para recoger algún abrigo más grande, pienso en calcetines tal vez, me parece increíble como el cambio climático puede configurar una mañana fría luego de una tarde particularmente soleada. Pero no encuentro ningún abrigo. No hay ropa en mi closet. Ni siquiera mis bufandas de lana tejidas por la abuela, cuelgan en el fondo. ¿Pudo mi mamá sacarlos durante la noche mientras dormía? El vestido blanco que usé ayer tampoco se haya por ningún lugar. Recorro la habitación completa en su búsqueda. Una mariposa vuela fuera. Abro la ventana, en vano, porque escapa.

Ya no recuerdo qué era lo que buscaba.

- Traje tu desayuno, linda – una voz de mujer, a través de la puerta, suena lejana e incomprensible. ¿El desayuno? No tengo recuerdos de mi madre trayendo el desayuno tan temprano, menos a la habitación. Abro la puerta con rapidez y descubro a mi abuela. ¿Era esa su voz? Una sacudida de pesar recorre mis células una vez que comprendo que había olvidado su voz. Recibo la bandeja con una sonrisa cariñosa. Pastel de mora, tostadas y té con miel. Una pequeña flor silvestre adorna el plato que contiene la taza. Observo a mi abuela, sus ojos encuentran los míos y una mueca de dolor pinta su rostro de tristeza. Evade mis ojos rápidamente y murmura algo incomprensible. Se aleja de inmediato, con cuidado de no parecer apresurada.

Me siento en la cama con la bandeja sobre las piernas y veo tres diminutas pastillas. Medicamentos para la alergia quizás. Mamá siempre previene toda clase de dolencias a través de fármacos. Me las tomo, sin saber porqué ni para que.

Desayuno en absoluto silencio. A veces me disperso pensando en formas coloridas, imágenes reiteradas que adornan un mundo imaginario. Siento una punzada de dolor en la parte superior de la cabeza. Debe ser la resaca.

Escucho la voz de un hombre. Un hombre y una mujer hablan. Se acercan con paso fuerte. Vienen hacia mi habitación, cierro la bata y acomodo mi pelo hacia un lado. Me levanto rápidamente de la cama y el hombre abre la puerta, seguido por mi abuela.

- ¿Dónde está mi mamá? – pregunto en un murmullo.

- Linda, todo va a estar bien, acércate un poco, soy doctor… - me dice el hombre alto y calvo desde el umbral de la puerta. Observo como detrás de él, mi abuela con una mano en su pecho revela una mueca de horror y tristeza inmensa.

- Nona ¿mi mamá? – repito con un dejo de miedo.

El hombre, en un movimiento ágil pese a ser robusto, me toma del brazo con una fuerza que también sugiere delicadeza. Me pone una inyección. Mi garganta profiere un grito desgarrador que, pese a escaparse de mi propio cuerpo, no reconozco. No son mis cuerdas vocales. No es mi brazo que está siendo mutilado por una jeringa. No son mis lágrimas. Entre sollozos intento encontrar el rostro de mi abuela pero se ha ido. Detrás del doctor no hay nada más que sombra y polvo.

- Tranquila – murmura el médico – te ayudará a entender.

- ¿Entender qué? – pregunto entre lágrimas.

- Hace siete meses te encontraron agonizando en un parque alejado de la ciudad. Vestías de blanco, habías tragado una cantidad considerable de medicamentos para dormir. Sufres de pérdida de memoria progresiva, tuviste daño cerebral de carácter irreversible. Llevas siete meses viviendo el mismo día que crees siguiente. Tu madre no pudo soportarlo, por lo que tu abuela se hizo cargo de tu cuidado. Yo vengo cada mañana, por petición de tu nona, antes de que comprendas la situación. Con este calmante podrás llorar el resto del día, pero descuida, no recordarás nada por la mañana.

viernes, 4 de marzo de 2011

Malditos celulares

Todos pertenecemos a la generación telefónica. Probablemente cuando nací, mi abuela se encargó de llamar por teléfono a algunos familiares para dar aviso de mi existencia. Es una cuestión que se remonta incluso a la psicología, los primeros números que he memorizado en mi vida han sido telefónicos y en la actualidad, la sociedad me ha exigido portar un celular todos los días de mi vida.

El teléfono es un dispositivo que transmite mensajes de audio entre dos puntos. Fue creado por un tipo llamado Graham Bell el año del hilo negro por el 1876. En sus comienzos, estos aparatos pesaban varios kilos y en la actualidad, gracias a la implementación de tecnologías súper modernas, los celulares pueden llegar a pesar gramos.

Recuerdo que cuando era una niña, bastaba con tener un teléfono fijo en casa para mantenerte relativa y sanamente comunicada con el mundo. No sé en que momento se les ocurrió la nefasta idea de crear teléfonos móviles y complicarnos la vida a quienes desearíamos no tener que escuchar los molestos ringtones y vernos en la obligación de contestar.

Pues bien, en la actualidad poseo un celular porque de lo contrario mi madre sufriría de ataques de nerviosismos por no conocer mi paradero. Comprendo la utilidad del teléfono en algunos casos de emergencia, pero por otro lado, soy de las que se opone tajantemente al uso indiscriminado del teléfono celular. De cierta forma considero que estos aparatos sólo fomentan la falta de compromiso. Ahora es muy fácil cancelar ciertas eventualidades de la vida diario con tan solo una llamada. Cuando no existía el celular, la gente se ponía de acuerdo para encontrarse en ciertos puntos de la ciudad y había un misticismo detrás, la magia de esperar algo novedoso y no tener el plus de poder efectuar una llamada en cualquier momento. El celular no nos soluciona nada, sólo nos elimina las barreras divertidas de la vida.

Lo peor de todo es que si en la actualidad no tienes un teléfono celular, socialmente no existes. Las personas nos complicamos demasiado, creemos que por andar con un aparato móvil tenemos al garantía de salvarnos el pellejo, pero la verdad es que sólo nos limita y nos vuelven personas más evadidas, más solitarias y más dependientes de artefactos tecnológicos.

Y es que los celulares de ahora no se conforman con ser instrumentos para realizar llamadas, sino que llevan incorporados sofisticadas cámaras fotográficas de alta calidad, calculadoras, reproductores de música con grandes capacidades de almacenamiento y hasta tienen conexión a Internet. Si bien se trata de una herramienta estupenda para ingresar a portales inteligentes como Twitter, en realidad los celulares sólo están formando personas que, en el caso de que perdiesen sus aparatos por un día, morirían desesperados sin saber qué hacer.

Yo les recomiendo que de vez en cuando apaguen sus celulares. De vez en cuando hagan de cuenta que los perdieron. Escóndanse ustedes mismos los cargadores y dedíquense a generar relaciones más reales. Les aseguro que serán más felices.

SPM

Si hay algo de lo que las mujeres nos pasamos la vida intentando entender y soportar es el Síndrome Premenstrual. Es difícil, no nos libramos de ella hasta alrededor de los cincuenta años, cuando a diferencia de los pañales de adulto “plenitud” nos encontramos en el ocaso de nuestras vidas intentando viajar a costa del Gobierno y compartiendo piezas con ancianos que huelen mal mientras nos muelen las papas de la sopa para que no nos atoremos en los almuerzos comunitarios.

Y es que cuando aparece el SPM resulta difícil verle el lado bonito a las cosas y llorar se convierte en la herramienta de escape a nuestros soponcios y alteraciones hormonales varias. No sé que será lo que pasará fisiológicamente pero a nosotras las mujeres, en estos trances de la vida que se presentan una vez al mes, como que las neuronas no nos hacen mucha sinapsis. Lo sorprendente es que el final de la película de bajo presupuesto se convierte en la máxima expresión de la tristeza, lo que se ve traducido en una emanación constante de mucosidades nasales y un despilfarro de pañuelitos desechables. Peor aún, nos vienen antojos, ahogos, mareos, sulfuraciones y explosiones de violencia reprimida. Podemos concluir entonces, que el SPM es como un ligero embarazo mensual.

Pero para que lo entiendan mejor los hombres, el SPM no se trata del acto in situ de menstruar, sino de los malestares físicos y psicológicos que se manifiestan los días previos a ello. Porque menstruar no es tan satánico como piensan y como los publicistas de toallas higiénicas se encargan de transmitir por televisión. En realidad, lo peor de la menstruación radica precisamente en el SPM, porque es allí cuando las mujeres nos tomamos las libertades de insultar, atacar, golpear, destrozar y/o asesinar cualquier intento masculino de hacernos entender que no se trata del fin del mundo y que paremos de llorar por la matanza de ballenas o por las noticias del medio oriente.

El SPM es una enajenación mental, podría tratarse de una breve trastorno bipolar en donde las frases más comunes suelen ser del tipo “Moriré sola”, “No tengo amigos”, “Nadie me quiere”, “Estoy gorda”, “Mi perro prefiere un bistec a mi compañía”, “Mis colegas me odian y planean sabotearme”, “¿Por qué tuve que nacer?”, “¿Por qué mi ex pololo tuvo que ser gay?”, “¿Dónde consigo guayaba a esta hora?”, entre muchas otras más que dejan entrever las debilidades de la retorcida mente femenina susceptible a la más mínima variación hormonal. Es como el aleteo de una mariposa que es capaz de generar un tornado, pero aquí una pequeña alteración de una hormona genera una hecatombe emocional y un ataque lacrimógeno de magnitudes.

¿Qué se puede hacer al respecto? En realidad sólo existe una opción. Y se trata de aprender a vivir con ello. Si usted es hombre, tome las medidas necesarias como alejarse de la mujer en cuestión, proveerle de chocolate y ofrecerle un par de calcetines y un guatero. Y si usted es mujer, me entenderá aún más. ¿Dicen que somos el sexo débil? Entonces disfrutemos de la libertad social de poder llorar en público, de poder emocionarnos con una imagen o canción, de poder ser escuchadas pero tal vez no entendidas. Siempre podremos apelar a esta condición humana femenina de pasar por el SPM una vez al mes y sobrevivir para contarlo. Porque créanme, un hombre no es capaz de depilarse e imagínense el escándalo que tendrían si tuvieran que parir. Ellos no saben de dolor. Nosotras somos la mejor parte de la especie, disfrutemos de nuestros Síndromes Premenstruales y lloremos por y para el mundo.

jueves, 3 de marzo de 2011

Fumar o no fumar

En Chile, al menos el 70% de la población consumidora de tabaco se muere porque sus pulmones pasan de ser órganos saludables a pasas derretidas rellenas de veneno para ratones, alquitrán y monóxido de carbono similar al que sale de los tubos de escape. Pese a tan desolador panorama, los chilenos seguimos insistiendo en sentarnos en zonas de fumadores, nos reímos del morbo publicitario que rodea a este producto y nos quejamos con la paulatina alza del precio del cigarro.

El cigarro es un tubo nicotinoso que todos suelen probar a escondidas de sus padres alrededor de los quince años. Los más promiscuos lo hacen antes y son ellos los que terminan emborrachándose antes que todos y presentando un paupérrimo espectáculo después de una fiesta.

Pero díganme si hay algo más desagradable que despertar después de un carrete como si te hubieran apagado treinta cigarros en la boca. Es cuando más cobra sentido el hecho de que el cenicero es la metáfora de nuestras vidas juveniles. Uno corre a la ducha e intenta librarse del olor, pero una vez que el agua toca tus poros, sientes como el baño se inunda del mismo aroma de la noche anterior. Aún más, deja de ser glamoroso saber que la noche anterior te fumaste una cajetilla completa y además tuviste el descaro de pedirles cigarros a desconocidos.

Pero está bien, si eres adicto y tienes la situación económica que te permita solventar una lenta y dolorosa muerte producto de un cáncer de pulmón y vivir el resto de tus días dependiendo de un tubo de oxígeno y/o inhalador, excelente por ti. Pero para quienes tenemos la suerte de ser (o haber sido) fumadores sociales, la cuestión se torna totalmente distinta y mucho menos siniestra.

Los fumadores sociales se llevan al cigarro a la boca cuando se encuentran acompañados y no lo necesitan en soledad. Los fumadores suicidas se llevan el cigarro a la boca durante todo el día, sin importar zona horaria ni compañía alguna. Están enamorados de sus tubos tóxicos y sufren cuando no los tienen cerca. Por experiencia propia, estuve al borde de cruzar la delgada línea del suicidio.

Pues bien, recuerdo perfectamente la primera vez que encendí un cigarro. Tenía trece años y en vez de comprar los chocolates de diez pesos en la esquina, compré un cigarro suelto y varias pastillas de menta. Me preocupé de salir de casa con la colonia inglesa de mi abuela en la cartera. Con dos amigas de infancia nos fuimos a un parque cercano. Éramos tres niñas ingenuas intentando usar un encendedor, que en aquellos tiempos, representaba un objeto maligno con el cuál podrías sufrir severos accidente. Logré prender el cigarro, me lo llevé a la boca y comencé a toser como si mis bronquios presionaran por escapar de mi cavidad toráxica. Recuerdo que fue una de las experiencias más asquerosas de mi vida, después del guiso de guatitas con cochayuyo.

Por supuesto mi mamá me descubrió y prometí que no volvería a fumar nuevamente.

Pero obviamente todo se fue a la punta del cerro luego. Y es que uno cuando es joven piensa que es inmortal. Volví a encender un cigarro y debo aclarar que prendí muchísimos más de lo que ustedes podrían imaginar. Primero comencé con aquellos cigarros después del colegio, ése que es compartido, baboseado, de mala calidad y que en el fondo, detestabas. Luego prendí cigarros más amenos, con grandes cantidades de trago barato, en algunas de esos primeros carretes en los que uno siente que tiene el control del mundo. Más tarde encendí cigarros mientras disfrutaba de buenas conversaciones, menos cantidad de alcohol pero sí de mejor calidad, para finalmente encender cigarros antes de una prueba de cátedra mientras me regocijaba de compartir temores universitarios con los adictos de mis compañeros.

Y es que pasa que en la escuela de Periodismo de la UCN son todos unos adictos. Lo digo con total fundamento. Debe haber, con suerte, quince personas que no fumen. La misma señora del negocio de nuestra escuela dice que se le acaban antes los cigarros que las cajitas de leche con chocolate, los repollitos con manjar y los paquetes de quequitos. Pregúntenle no más. Por otro lado, es una abominación bastante comprensible pues considero que fumar se puede deber a tres cosas: mantener los dedos ocupados, canalizar el nerviosismo y/o ansiedad y el suicidio a largo plazo. Lamentablemente la mayoría de los humanistas reunimos estas tres características. Triste por nuestros pulmones, bacán por las compañías tabacaleras que se enriquecen gracias a nuestras debilidades humanas.

Llevo un mes sin fumar. Creo que nunca había decidido dejar el tabaco por decisión propia. Es más, confieso haber saboteado varios intentos de abandonar este hábito por parte de mis amigos, soy culpable y lo admito, pero es que siempre vislumbré un atisbo de angustia en sus rostros, pero en cambio para mí ha sido fácil. Es cuestión de remontarme a los quince años cuando tenía una idea fija: “Cuando esté por cumplir los veinticinco años dejaré de fumar porque habré pasado casi una década metiéndome veneno en los pulmones” Y resulta increíble notar como pasa el tiempo y las promesas valen menos que papel picado. Aún así lo hago porque: tengo algunas metas en la vida que se verán truncadas si muero, porque necesito ahorrar y porque huelo a basurero después de un holocausto los sábados y domingos por la mañana.