jueves, 3 de marzo de 2011

Fumar o no fumar

En Chile, al menos el 70% de la población consumidora de tabaco se muere porque sus pulmones pasan de ser órganos saludables a pasas derretidas rellenas de veneno para ratones, alquitrán y monóxido de carbono similar al que sale de los tubos de escape. Pese a tan desolador panorama, los chilenos seguimos insistiendo en sentarnos en zonas de fumadores, nos reímos del morbo publicitario que rodea a este producto y nos quejamos con la paulatina alza del precio del cigarro.

El cigarro es un tubo nicotinoso que todos suelen probar a escondidas de sus padres alrededor de los quince años. Los más promiscuos lo hacen antes y son ellos los que terminan emborrachándose antes que todos y presentando un paupérrimo espectáculo después de una fiesta.

Pero díganme si hay algo más desagradable que despertar después de un carrete como si te hubieran apagado treinta cigarros en la boca. Es cuando más cobra sentido el hecho de que el cenicero es la metáfora de nuestras vidas juveniles. Uno corre a la ducha e intenta librarse del olor, pero una vez que el agua toca tus poros, sientes como el baño se inunda del mismo aroma de la noche anterior. Aún más, deja de ser glamoroso saber que la noche anterior te fumaste una cajetilla completa y además tuviste el descaro de pedirles cigarros a desconocidos.

Pero está bien, si eres adicto y tienes la situación económica que te permita solventar una lenta y dolorosa muerte producto de un cáncer de pulmón y vivir el resto de tus días dependiendo de un tubo de oxígeno y/o inhalador, excelente por ti. Pero para quienes tenemos la suerte de ser (o haber sido) fumadores sociales, la cuestión se torna totalmente distinta y mucho menos siniestra.

Los fumadores sociales se llevan al cigarro a la boca cuando se encuentran acompañados y no lo necesitan en soledad. Los fumadores suicidas se llevan el cigarro a la boca durante todo el día, sin importar zona horaria ni compañía alguna. Están enamorados de sus tubos tóxicos y sufren cuando no los tienen cerca. Por experiencia propia, estuve al borde de cruzar la delgada línea del suicidio.

Pues bien, recuerdo perfectamente la primera vez que encendí un cigarro. Tenía trece años y en vez de comprar los chocolates de diez pesos en la esquina, compré un cigarro suelto y varias pastillas de menta. Me preocupé de salir de casa con la colonia inglesa de mi abuela en la cartera. Con dos amigas de infancia nos fuimos a un parque cercano. Éramos tres niñas ingenuas intentando usar un encendedor, que en aquellos tiempos, representaba un objeto maligno con el cuál podrías sufrir severos accidente. Logré prender el cigarro, me lo llevé a la boca y comencé a toser como si mis bronquios presionaran por escapar de mi cavidad toráxica. Recuerdo que fue una de las experiencias más asquerosas de mi vida, después del guiso de guatitas con cochayuyo.

Por supuesto mi mamá me descubrió y prometí que no volvería a fumar nuevamente.

Pero obviamente todo se fue a la punta del cerro luego. Y es que uno cuando es joven piensa que es inmortal. Volví a encender un cigarro y debo aclarar que prendí muchísimos más de lo que ustedes podrían imaginar. Primero comencé con aquellos cigarros después del colegio, ése que es compartido, baboseado, de mala calidad y que en el fondo, detestabas. Luego prendí cigarros más amenos, con grandes cantidades de trago barato, en algunas de esos primeros carretes en los que uno siente que tiene el control del mundo. Más tarde encendí cigarros mientras disfrutaba de buenas conversaciones, menos cantidad de alcohol pero sí de mejor calidad, para finalmente encender cigarros antes de una prueba de cátedra mientras me regocijaba de compartir temores universitarios con los adictos de mis compañeros.

Y es que pasa que en la escuela de Periodismo de la UCN son todos unos adictos. Lo digo con total fundamento. Debe haber, con suerte, quince personas que no fumen. La misma señora del negocio de nuestra escuela dice que se le acaban antes los cigarros que las cajitas de leche con chocolate, los repollitos con manjar y los paquetes de quequitos. Pregúntenle no más. Por otro lado, es una abominación bastante comprensible pues considero que fumar se puede deber a tres cosas: mantener los dedos ocupados, canalizar el nerviosismo y/o ansiedad y el suicidio a largo plazo. Lamentablemente la mayoría de los humanistas reunimos estas tres características. Triste por nuestros pulmones, bacán por las compañías tabacaleras que se enriquecen gracias a nuestras debilidades humanas.

Llevo un mes sin fumar. Creo que nunca había decidido dejar el tabaco por decisión propia. Es más, confieso haber saboteado varios intentos de abandonar este hábito por parte de mis amigos, soy culpable y lo admito, pero es que siempre vislumbré un atisbo de angustia en sus rostros, pero en cambio para mí ha sido fácil. Es cuestión de remontarme a los quince años cuando tenía una idea fija: “Cuando esté por cumplir los veinticinco años dejaré de fumar porque habré pasado casi una década metiéndome veneno en los pulmones” Y resulta increíble notar como pasa el tiempo y las promesas valen menos que papel picado. Aún así lo hago porque: tengo algunas metas en la vida que se verán truncadas si muero, porque necesito ahorrar y porque huelo a basurero después de un holocausto los sábados y domingos por la mañana.

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