martes, 28 de diciembre de 2010

Memorias de diabolo

Nunca fui de las que jugó diabolo en el colegio. Es más, yo era de las que se quedaba sentada con un libro entre las piernas mirando como los niños realizaban, de maneras complejas y audaces, trucos con sus diabolos a través del aire. Las niñas por su parte, saltaban a la cuerda y preparaban bochornosas coreografías al ritmo de las melodías de moda.

Yo nunca hice nada de eso.

Pero qué días aquellos. Los Inkats costaban cincuenta pesos y los Kapos tenían personajes frutales como protagonistas de sus coloridos empaques. Me caía bien Willy Piña, fue la primera piña con anteojos que no confundí con una palmera gigante; aunque por alguna cosa del destino ahora cada vez que lo recuerdo, oigo la voz de un amigo que destruyó mi ilusión y lo apodaba con un nombre de dudosa reputación que no reproduciré en este medio por temor al oprobio.

Sin embargo, nunca me cayeron bien los diabolos. Tengo varias razones: siempre fui una de sus potenciales víctimas ya que solían caer sobre mi cabeza o sobre los dedos de mi pies deformes de bailarina de ballet que no tomó las precauciones necesarias al usar zapatillas con punta de fierro, pero esa es otra historia, además, me echaron de ballet porque alcancé el tamaño y el peso de un hipopótamo adulto y las tablas del escenario solían crujir bajo mis torpes e inútiles pasos de danza.

Pero en fin, el diabolo no era lo mío. Lo intenté varias veces. Lo hacía rodar en el suelo para luego agitar una de las dos varillas conectadas por una cuerda y tratar de darle velocidad a lo que con seguridad fallaría o irrevocablemente caería al suelo desatando la tragedia y la vergüenza.

Y pese a que siempre tuve la suerte de contar con más amigos hombres que mujeres, lo cual es un alivio pues yo misma soy un costal con suficiente progesterona y cambio hormonal como para mover el eje de la tierra con mis delirios premenstruales, la mayoría de ellos son gays en la actualidad y ninguno de ellos tampoco jugó diabolo, es más, tenían más precaución que yo al correr por sus vidas una vez que algún desubicado se ponía a lanzarlos por el aire.

Por eso nunca jugué diabolo. Por eso nunca jugaré diabolo. Y me acordé de este juguete que alguna vez en la historia de las cosas pasadas estuvo tan de moda, ya que mi actual séquito de amigos hombres (cabe destacar que este grupo no es gay) todos con sus veintitantos años bien puestos, lanzaron el diabolo por el aire el día de ayer, acto que arrojó el siguiente saldo:

- Un cuasidelito de homicidio en mi contra, con obstrucción al cableado público y trauma de dedo chico del pie izquierdo y tic en el ojo.

- Un rebote violento sobre un vehículo decentemente estacionado, ocasionando una escapada maratónica y un posterior desgarre de nalgas para el culpable.

Por eso recuerden: el diabolo puede ser pequeño y de un color muy inocente, sin embargo, carga consigo un estigma de violencia arraigado desde su origen etimológico hasta las victimas que ha cobrado a lo largo de su macabro reinado en el mundo de los aburridos y malabaristas ociosos.

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