sábado, 15 de agosto de 2009

Sueño copiapino en invierno

Todos los que hemos crecido en ciudades chicas conocemos muy bien lo que significa la frase “pueblo chico, infierno grande”. No es poco común toparse con amigos, conocidos, parientes, profesores, amantes y extraterrestres con quien hemos forjado lazos en los distintos lugares de dispersión que ofrece la ciudad, siendo casi siempre el supermercado como principal punto de encuentro.
Déjenme que les cuente como funciona la ciudad de Copiapó. Para los que no la conocen o solamente la han visto de pasada, mi querida ciudad de los jacarandas se encuentra ubicada en la tercera región de nuestro país. Para muchos no es más que la ciudad cercana a bahía inglesa y la playa la virgen (la más bonita de Chile), pero la tercera región no sólo es un trozo de tierra olvidada por muchos y visitada por pocos, es el centro de reunión de quienes partimos a estudiar afuera y volvemos en ciertas fechas del año que coinciden con fines de semana largos, vacaciones de verano e invierno y también Halloween.
Copiapó tiene algo mágico y aterrador al mismo tiempo. Su clima es tan impredecible como conseguir una entrada para la discoteque a la que van todos (cuando digo todos, son todos, pero no diré cual es para no hacerle publicidad pero creo que ya todos saben que se trata de aquel lugar que lleva el nombre de japoneses suicidas) porque aquí lo que la rompe es ir a encerrarnos a un antro de perdición nocturno en donde nadie puede respirar bien y chocas con todo el mundo. Pero está bien, es el precio que debemos pagar por toparnos con aquellos conocidos que nos ofrecen un cigarro y un baile. Pocos compran trago en la barra porque cuesta lo mismo que pagar por una botella del mismo licor en la botillería de la esquina. Y eso es lo que todos los copiapinos hemos hecho más de alguna vez, comprar alcohol en cantidades industriales y partir a las dunas o en su defecto, tomarnos hasta las molestias en el estacionamiento de la disco.
Una vez que entras al lugar, no puedes bajar la vista porque conoces a todos y a cada uno de los que se amontonan en la entrada haciendo exactamente lo mismo que todos, mirando rostros de manera superflua, prendiendo un cigarro para no ser tan obvia, intentando evitar que te den vuelta un copete por la cabeza y que no te pisen. Cuando nos comenzamos a ahogar, con mis amigas nos arrancamos al baño. En realidad nadie va a hacer nada al baño, salvo a mirarse al espejo y conversar. Mi amiga Javiera, siempre escéptica, me dijo sabiamente el jueves recién pasado una frase que no olvidaré: “algo le pasa el agua de Copiapó porque puta que están todas rubias”. Y es tan cierto que me quedo pegada mirando las blondas cabezas que se pelean el espejo y se quitan los delineadores de ojos con bruscos movimientos. Algo le pasa al glamour de Copiapó y con la Javiera nos reímos sin bajar la voz. Tenemos las cabezas más oscuras dentro del baño y en el fondo, pese a mis reclamos por querer tener el pelo un poco más claro, me siento contenta de mi color natural y la Javiera se apresura a leer mi mente para afirmarme que estoy en lo correcto con mis pensamientos idiotas.

El amor está en el aire. El estruendoso reguetón y los brillos comienzan a enceguecernos. Vamos por un vodka. Claro, somos los peores en organizar previas y generalmente nos juntamos a la hora exacta en la disco, al límite de justo de no pagar entrada y nos colamos porque tenemos influencias gracias a Romeo. Compro un vodka piña que se demora tanto que el primer sorbo me lo tomo con el alma. Sin embargo, el tipo de la barra confundió el jugo de piña con el jugo de limón natural y recién exprimido para los tragos preparados y me devuelvo con mi mejor sonrisa a pedirle que me lo cambie. Todos me miran feo porque no hago la fila “no existente” para cobrar el trago, pero igual logro ganarme a la niña de mi lado contándole mi desgracia con el trago y me deja pasar. Me consigo un cigarro, tomo un sorbo de mi exquisito nuevo vodka y mis amigos comienzan a mover las patitas.

Resulta que mis amigos son tan bailarines, que no necesitan ni pareja para lograr colarse a la pista de baile. Tampoco les gusta pasar piola ni quedarse en un rincón apartado moviendo las manos para todos lados, sino que siempre conseguimos llegar al epicentro de la acción, el lugar exacto en donde se ubica la válvula de agua que nos moja cuando el loquito que anima la fiesta comienza a gritar “agua, agua, agua”.
Completamente asumida de mi condición de cero gracia para el baile, abrazo a Romeo y comenzamos a dar vueltas poco sincronizadas e intentamos respirar entre las risotadas que nos produce ver al Camilo “apretadito” Varela dándoselas de latin lover con sus pasos sofisticados y especialmente sensuales. Se me acaba el vodka e inmediatamente la gente conocida comienza a hacer su aparición con una repartición de abrazos, tragos, besos y promesas de futuros carretes. Los saludo a todos. Les sonrío a cada uno de ellos porque me alegra ver rostros conocidos en la misma incómoda situación en la que me encuentro, intentando bailar una clase de música que no me parece más que una batucada particularmente desafinada. Rara vez tocan un tema que me gusta y si sale Guns and roses, lejos de creernos rockstars, todos pifean porque saben que es el preambulo de la seguidilla de temas rock latinos que nadie baila. Y comienza a caer agua. Todas corremos con la mano en la cabeza por los siguientes motivos:
1.- Nos desarma el peinado.
2.- Podemos resbalarnos, caernos y morir.
3.- El agua es de dudosa procedencia.
4.- No es cómodo andar mojado.
5.- Fuera de la disco hay cinco grados y resfriarse es el peor panorama de vacaciones de invierno.
Yo ya no aguanto más el ahogo, la multitud ni la música. Así que, en un repentino arranque de cordura, algunos nos vamos a tomar aire afuera. Y Copiapó nos vuelve a engañar, afuera no hay aire; ¡hay más gente!. Y todos reflexionamos acerca de lo que pasaría si se incendiara la disco o si hubiera un terremoto y se partiera la tierra por la mitad y todos cayéramos al abismo.
Nos reímos otro rato, prendemos otros cigarros, abrazamos otros vasos y finalmente decidimos, algo abatidos, salir de aquel sofocante lugar e ir a bajonear. Si usted está leyendo esto y es mi madre o no entiende, le explico: bajón se le llama al anormal hambre que se siente después de bailar, tomar o drogarse. Es la clave del éxito de aquellos locales de comida rápida nocturna esparcidos a lo largo y ancho de la ciudad.
Copiapó a las cuatro de la mañana no nos ofrece una vista muy acogedora. Hay una neblina tan densa que podríamos ponerla en un cono de helado y comérnosla, aún así preferimos ir a comprar unos completos y luego irnos a dormir. Cansadísimos de estar parados cuatro horas dentro de un lugar que no respeta el metro cuadrado personal, un lugar que no es cómodo ni acogedor, pero que nos resulta peligrosamente atractivo.
La noche copiapina para muchos quizás es fome, pero para quienes nos subsistimos de sus recuerdos nos resulta completa e irrevocablemente seductora.

No hay comentarios: