domingo, 31 de octubre de 2010

Jalowin

Halloween es una tradición que adoptamos del extranjero, como la gran mayoría de las otras tradiciones (ejemplo: el árbol de pascua color blanco no tiene cabida en ninguna parte más que el trozo de polo sur que tenemos y que al fin y al cabo nadie pesca) y que por alguna desconocida razón se ve estimulado por el mercado de confites y telarañas de algodón. En fin, ahora miles de niñitos disfrazados de fantasmas, vampiros y brujas deambulan por nuestra larga y angosta faja de tierra sin identidad más que la de tirar huevos y disfrutar del enojo ajeno.

Confieso haber tirado más de algún huevo. Es más, confieso haberlo hecho vistiendo algún patético disfraz y es más aún, admito que ahora mismo lo repetiría sin ningún cargo de conciencia. Ser niño y que el castigo no sea más que un sermón que logro silenciar mientras tarareo una canción en mi cabeza, es un precio justo por el deleite de ver explotar un huevo en una puerta de alguien enfurecido.

Pero no, no lo haré. La vocecita en mi oído me recomienda mantener la boca cerrada. Revelarle al mundo las ganas que tengo que salir a pedir dulces a mis veintitrés primaveras no puede sonar lógico, no, y por mas vueltas que le de al asunto, ahora no debería estar pensando en disfrazarme de algo aterradoramente infantil. Como todas las de mi género, Halloween es la ocasión perfecta para parecer prostituta sin que nadie te juzgue y yo, como una idiota, quisiera disfrazarme de mariposa con alpargatas y cero portaligas. Pero la vocecita en mi oído me recomienda que no haga tal de manifestar mis intensiones, es más, por algún designio que se escapa de mis manos, me encuentro escribiendo esto en algún lugar apartado de una ciudad que no es la mía, y es una suerte, porque probablemente en otra instancia hubiera sucumbido a mis deseos infantiles y peor aún, mi madre me hubiera dado en el gusto.

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