domingo, 24 de octubre de 2010

Muere, muere, muere

Lo observé llegar en silencio. Prendió el computador mientras lentamente esbozaba una sonrisa. Deleitándose con su intrusión al mundo virtual, levantó la mirada sólo para comentarme que tenía hambre porque había pasado gran parte ocupado en sus inútiles actividades. No prestó atención cuando le comenté que se me había ocurrido una idea perfecta para pasar el resto de nuestra tarde juntos. Se limitó a mantener la vista pegada en la pantalla y de vez en cuando, tecleaba como loco, sumergido en algún comentario en la red.

Podía haberme pasado la vida entera observando sus imperfecciones. Su rostro surcado de granos cubría sus facciones hermosas pero a la vez frías. Sus ojos cansados de tanto repasar se escondían detrás de un falso interés en todo. Él era la mentira hecha hombre. Impuntual, machista, soberbio, clasista e imprudente. No pensaba más que en sí mismo cuando daba una orden. Era una especie de autoproclamado patriarca al que todos respetaban por temor a ser blanco de palabras hirientes.

Decidí rellenar los panqueques con manjar y orfidal. Mezclé también el sedante con azúcar flor que le espolvoreé encima. Serví dos tazas de té verde, uno con dos cucharadas de azúcar y el otro sin nada. Lo puse todo sobre una bandeja y salí de la cocina. Comencé a caminar hacia su encuentro y deje de observarlo una vez que se llevó la comida a la boca. Le comenté sobre las inestables estaciones del tiempo y cómo éstas afectaban mi estado de ánimo. Durante un momento me prestó atención, al segundo siguiente, cayó sobre la cama dormido. Grité su nombre para comprobar que estaba inconsciente. No me respondió y sonreí. Lentamente corté sus venas en diagonal. Luego prendí la televisión y busqué mi serie favorita mientras su sangre se desparramaba sobre la alfombra y el plato con panqueques a medio consumir. Esperar el último halito de su miserable vida podía ser muy divertido.

Seguía revolviendo su taza de té con dos cucharadas de azúcar cuando desperté del trance. Imaginé su muerte tan detalladamente, que pude sentir el aroma de la sangre brotando de sus muñecas azules. Percibí también sus temblores corporales, sus retinas bajo los parpados intentando en vano sobrevivir y de fondo, la risa grabada de los personajes de mi serie favorita. Puse todo sobre la bandeja y fui a su encuentro. Estaba intacto, frente a la pantalla del computador aún, conteniendo sospechosas risas. Se llevó los panqueques a la boca sin pronunciar palabra alguna. Cuando terminó, puso el plato sobre la cama y continuó observando el computador y escribiendo rápidamente. ¿Cómo podía hacerme esto? Yo que rellené sus malditos panqueques y dejaba que hiciera uso de mis aparatos electrónicos, no recibía un mínimo agradecimiento de su parte. Eso no podía quedarse así. Un zumbido de abejas asesinas comenzó a invadir mis oídos, la furia brotaba en mí como un virus que mutaba violentamente y la presión disparada hacia las nubes me nublaba la vista. Nada nunca estuvo más claro, tenía que matarlo.

Y no fue difícil. Cuando la rabia del alma embarga el cuerpo, la fuerza se desata a niveles insospechados. Le lancé la taza de té hirviendo sobre los ojos abiertos y entre gritos, el líquido se desparramó sobre el computador, lanzando una descarga energética que lanzó pequeñas chispas y lo sacudió por un momento. Se apagaron las luces debido al cortocircuito y él, enceguecido de dolor y con los dedos cubriendo torpemente sus ojos quemados, soltaba garabatos intentando ponerse de pie. Le hice una zancadilla y una vez que estuvo en el suelo, dejé caer la televisión de treinta y seis pulgadas sobre su cabeza. El sonido que produjo al estrellarse contra su craneo fue una dulce melodía. La televisión giró dos veces hasta posarse, intacta, sobre la alfombra, al lado de su cuerpo estático de ojos inyectados muy abiertos.

Cerré los ojos. No podía ser posible. Volví a abrirlos y ahí estaba él. Masticaba los panqueques con total normalidad. Mi imaginación esta vez había llegado demasiado lejos. Terminamos de tomar el té y le pedí que me acompañara a dar una vuelta en auto. Entre sus constantes reclamos y palabras cargadas de ironías, lo convencí. Yo manejé porque él aún no tenía su licencia de conducir. Nos dirigimos hacia la salida norte de Antofagasta y llegamos hasta la portada. Nos bajamos a mirar el atardecer en la Perla, me sostuvo la mano durante un breve instante y luego comentó que tenía frío, que nos fuéramos. Yo le pedí un abrazo y que cerrara los ojos. Con una piedra que recogí disimuladamente al bajar del vehículo, golpeé su nuca con toda la fuerza que me fue posible y él, contrariado, adolorido y algo mareado, comenzó a balbucear e intentar no perder el conocimiento debido al gran impacto. Resultó incluso divertido verlo intentar escapar de mis empujones hacia el precipicio. Era como si estuviera aprendiendo a caminar o fuese un borracho incapaz de mantenerse en pie. Me reí en su cara a carcajadas. Intentó abrazarme y yo, con un mínimo esfuerzo final, lo lancé hacia las rocas, a más de treinta metros de altura, con la satisfacción de saber que ésta vez, no era mi imaginación, pues cerré los ojos y al abrirlos, su cuerpo diminuto se hallaba al fondo, cubierto de manchas rojas y arena. Fue gracioso intentar darle con la piedra que aún sostenía en mis manos, en su cabeza. Pero fue más gracioso aún notar que el tiro fue exitoso.

Prendí el motor y puse su canción favorita. La canté seis veces hasta llegar a casa y servirme otra taza de humeante té verde.

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