domingo, 23 de mayo de 2010

Revueltas

Me he autobligado a no dar por muerta una de las últimas noches libres que me regala la ciudad. Medito la situación y pese a tener claro que mi deseo más profundo es cubrirme hasta la punta de la nariz y mirar televisión hasta altas horas de la madrugada, me hago el ánimo de sacarme las pantuflas y salir a dar una vuelta. Sólo por no perder el ritmo o por convencerme de que no es normal no tener ganas de hacer absolutamente nada por la vida y que si insisto en pernoctar en mi casa, hasta una ameba tendría más carrete en el cuerpo que yo.

Me pinto los labios y paso por alto las demás siutiquerias que las niñas solemos hacer antes de salir a carretear. Nada de delinearme los ojos, nada de chaqueta combinada y ni pensar en alisarme el pelo. Finalmente me di cuenta que de noche todos los gatos son negros y todas las chanas son reconocibles por sus escotes pronunciados. Quiero pasar piola y le ruego a Dios que no me involucre en ninguna situación bochornosa.

Prendo la radio y comienza la odisea nocturna. Conduzco sola pero con un panorama fijo programado por mi afán de comodidad. No voy a ningún lado pese a estar comprometida en varios puntos de la ciudad. Deambulo, prendo un cigarro y me cago de la risa porque conduzco de vuelta a mi casa. Creo que mi capacidad de autoimposición son tan nefastas como mi producción personal. Que rico es llegar a la casa sin el remordimiento de que me pierdo la vida en ello, sabiendo en lo más profundo, que la vida comienza justo así, haciendo lo que se me de la real gana.

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