sábado, 3 de abril de 2010

¿Quién lo iba a saber?

El camino oscuro y pedregoso desde la orilla de la playa hasta la entrada de la casa enorme lo recorrimos corriendo por temor a lo desconocido. Me tomaste de la mano al comienzo del camino y me arrastraste contigo en un efusivo ataque de risa y terror. Me dijiste que mi estado físico era tan lamentable como la guerra y que estaba tan bronceada que parecía una indígena con obesidad mórbida, mientras me dabas un leve empujón en la cabeza y te alejabas con una sonrisa enorme. Caminaste al interior de la casa a buscar dos vasos de leche con chocolate y un pedazo de mi torta de cumpleaños. Sabías perfectamente que no tolero la leche, menos a las tres de la mañana, cuando todos los invitados tomaban vino en relucientes copas y bailaban al ritmo de alguna melodía antigua. Volviste tan seguro de ti mismo, con dos vasos que dejaste sobre la mesa de vidrio carcomido, y te acercaste rápidamente. Pusiste tu brazo sobre mis hombros y fue un alivio porque hacia frío, luego me hablaste sobre el clima, las conjunciones solares, me dijiste que mañana sería un lindo día para recorrer el puerto a pie, te burlaste de la forma en que pongo mis labios hacia el lado cuando algo me desagrada, me prometiste un helado de frutilla al atardecer y me contaste lo agradecido que te sentías de ser mi amigo después de toda la cantidad de agua que había pasado bajo el puente de nuestra amistad quebrada. Te acercaste aún más, tanto que rozaste tu mejilla con la mía y mientras sujetabas mi rostro con tus manos suaves, me pediste perdón en un susurro y me invitaste a bailar el twist de la baldosa junto al resto de nuestros amigos. No pude evitar reprimir una carcajada enorme mientras arrastrábamos nuestros pies, me sentí tan ridícula intentando coordinar mis brazos con los tuyos, tanto que te rogué que nos detuviésemos con la excusa de que tenía sed. Me tomaste de la mano y me acompañaste al balcón a despedir a los invitados que comenzaban a irse. La noche estaba tan clara y teníamos dos lunas, una sobre nuestras cabezas y otra reflejada en el mar, alumbrando nuestras ideas de dominio mundial y distorsionados planes futuros. Volvimos al inicio de la noche; caminamos cerca de las seis de la mañana desde la casa enorme hacia la orilla del mar, mientras me hablabas de tus miedos y esperanzas yo recogía conchitas y te escuchaba en silencio, luego dejaba de escucharte y me concentraba en mis propios pensamientos. Tenía sueño, frío y ya la noche había sido lo suficientemente larga para los dos. Te lo hice saber y volvimos corriendo y asustados de la oscuridad inminente, mientras tu te encargabas de avivar mis miedos diciéndome que justo ahí, a esa misma hora, hace muchos años atrás, había muerto un joven ahorcado y que solía salir a molestar a la gente que pasaba por el lugar. Mientras yo me reía de tu absurda historia, te detuviste de pronto en medio del silencio, me observaste de una manera distinta y te acercaste lentamente. Besaste mis ojos anegados de lágrimas y repetías una y otra vez cuánto me querías. Lloraste conmigo, abrazados, ambos sabíamos de las condiciones naturales que te impedía que siguiéramos juntos, y yo las comprendía todas tan bien que no tuve razones para odiarte. Me besaste en la boca con tal suavidad que entendimos que era la última vez que la vida nos daba la oportunidad de recordarnos tan intactos y permanentes. Me llamaste amor mientras me ponías una frazada encima y besabas en mi frente, antes de apagar la luz y abandonar la pieza, cuando el sol comenzaba a aparecer en la ventana y yo cerraba mis ojos.

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