viernes, 16 de abril de 2010

La quinta

La quinta me estremece. Puedo recordar perfectamente sus calles grises y amenazadoras. Las recuerdo a todas horas del día, cuando la madrugada invadía sus veredas sucias hasta que la noche aterrizaba sin compasión sobre la ciudad. Sus olores y sabores me envuelven nuevamente como una ráfaga de sensaciones antiguas e inmutables. Sus pasteles violetas en la esquina, los tulipanes frescos esperando en la avenida, la soledad abrumadora dibujada en mi rostro de peatona solitaria. Podría tratarse perfectamente de una tarde marzo como de una noche de octubre, todas las horas se componen de iguales sensaciones.

La lluvia golpeaba en mi ventana de medianoche. En la soledad absoluta de verme desvanecida y evadida completamente, prácticamente despojada de cualquier abrigo, sosteniendo un cigarro medianamente consumido, esperando. Miré por la ventana infinitas veces. Escuché tantas veces su voz. Sus discos repetidos me acompañaron mientras el tabaco de lenta combustión formaba nubes tóxicas sobre mi cabeza. Me hablaba de profundos dolores pero yo no quería escucharlo. Creo que la quinta me estremece porque me recuerda que sus paisajes no están hechos de acuarelas, no son eternos, ni su puerto ni sus callejones escondidos en la intimidad del barrio azul, ni sus cafés pintorescos, ni los girasoles de San Martín. Prefiero el desierto, prefiero ese mar tranquilo, sin intimidaciones, sin limitaciones. Prefiero el cielo rosa en lugar de sus penas que, por muy hermosas, me causan alergia. La quinta me satura, prefiero la linda perla. De todas maneras.

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