martes, 8 de septiembre de 2009

El papel de engañada

Lo último que recuerdo de su cruel engaño, fue el ramo tulipanes que trajo hasta la puerta de mi casa para que perdonara su demora. Y como soy medio tonta y dispersa y generalmente mi cerebro funciona a base de instintos como los perros, acepté babosa las flores y olvidé por completo la causa de su retraso.
Nos sentamos en el sillón del living y comenzamos a hablar. Yo lo miraba alucinada, como si se tratara de la persona más perfecta e iluminada que pudiera encontrar en el planeta, como si pudiera contagiarme de su belleza con tan solo respirar el mismo aire que él exhalaba.
Me tomó la mano y me dijo que me quería mucho. Yo le sonreí, él me sonrió. Me contó acerca de sus planes futuros relacionados con los parámetros de la leyes y otras cosas que no escuché porque estaba demasiado atenta a contar las veces en que pestañeaba, para saber si era real o un personaje mitológico que visitaba el living de mi casa y me deslumbraba con su perfecta representación de humano común y corriente.
Seguimos conversando acerca de la vida, de la muerte, de las canciones buenas, de las canciones malas, del viejito pascuero, del conejo de pascua, de sus traumas, de mis trancas, de sus padres, de mis hámsters muertos, de la inutilidad en la ingeniería de las bicicletas, de cámaras fotográficas y de amores.
Luego miró la hora en su reloj de pulsera oscuro y sin darse cuenta que yo me encontraba suspendida en una nube a veinte kilómetros en el cielo, se despidió fríamente y me dejó sentada en el sillón, absolutamente sola y con la mirada perdida en un punto fijo e insignificante.
No sé cuanto tiempo pasó hasta que desperté de mi trance. Despegué la vista de la pared para enfocarme en el asiento vacío que ahora representaba su antigua existencia, y de pronto lo vi ahí, un pedazo de papel de cuaderno doblado muchas veces hasta quedar reducido a un trozo de no más de cinco milímetros cuadrados, lo que no sólo llamó mi atención sino que despertó mi curiosidad e instintos asesinos. Aquel papel se había caído del bolsillo de su pantalón y ahora se encontraba frente a mí, amenazante y burlesco.
Tomé el papel y me levanté del sillón. Los latidos de mi corazón empezaron a acelerase cuando al abrir el trozo de papel pude notar que había algo escrito dentro.
Había otra niña que al igual que yo, lo esperaba a las seis de la tarde. Otra que le tomaría la mano y le diría cuan perfectas eran sus inteligentes palabras, otra niña que le sonreiría tontamente y lo seguiría hasta el fin del mundo. Otra que tenía el trabajo de adorarlo, otra que probablemente había sido la causa de su atraso.
Luego de eso, lloré quince horas y le envíe cinco mensajes de textos. Cada uno más lindo que el anterior. Y jamás supo que yo me había enterado de su engaño, porque era la luz de mis ojos y la felicidad de mis tardes nubladas y rosadas. Y cada lágrima era el precio justo de retener al más estúpido y desinteresado primer amor.

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