El olor de un cigarro por la mañana me recuerda que estoy en una sociedad suicida. Cada mañana observo como en los puntos centrales de mí escuela convergen cientos de jóvenes, que al igual que yo, cargan con cuadernos o libros mientras caminan hacia las salas de clase, la mayoría de ellos, sosteniendo firmemente entre sus dedos un cigarro. Pueden ser de los sueltos del Salvavidas, como uno de la sagrada y diaria cajetilla de diez por la mañana.
Me parece un poco aterrador. El humo se nos cuela por las gargantas y se nos queda estancado en la cabeza, después de eso, no sabemos como quitarla y terminamos hablando huevadas. Creo que aquello explica en parte que los periodistas seamos los más adictos a las cosas. Desde las comunicaciones, la literatura, las relaciones públicas, el vodka y las drogas blandas, pasando por todas las tendencias religiosas y políticas, el cigarro, el morbo, el cahuín y el Internet.
Debe ser por el cigarro.
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