miércoles, 2 de julio de 2008

El miedo que le tengo al dentista


Me trago una pizza y tomo coca cola de la botella. Trato de ordenar las ideas que hoy me tienen un poco hiperventilada y pienso a ratos en cosas tan triviales como el suicidio y los finales de películas alemánas de bajo presupuesto.

Y pienso en los miedos del alma que me carcomen cuando te siento lejos y no me espantas los malos ratos. No me gusta pensar en el dolor físico que conlleva a un dolor mental próximo. Como cuando mastico una caluga de frutilla demasiado dura y me doy cuenta de que se me quedó pegada en una muela, y al intentar sacarla, me saco un pedazo de muela y queda el desparrámo de carie, sangre, gritos e intentos desesperados por detener la hemorragia sin perderle el gusto a la caluga de frutilla.

Y me siento a esperar que el doctor se desocupe.

Me envuelve ése olor desagradable a flúor de menta de laboratorio.

Tiene un delantal blanco con una pequeña muela gris con carita feliz, bordada en el bolsillo. Está lleno de canas y tiene una cicatriz en la mano diestra. Soy la última paciente de la noche, y entro despacio a la habitación blanca donde me espera la silla de la tortura llena de manillas plásticas y metálicas con pequeños recovecos donde guarda algodón prensado y herramientas parecidas a agujas y palillos grises. Me siento en la silla y el doctor me mira y me dice:

- Abre la boca, María Luisa

- No quiero papá, dejame la muela así no más

- Abre la boca, María Luisa

- ¿Me va a doler?

- Abre la boca

- Pero...

- ¡María Luisa!

Y por primera vez en mi vida, le agradezco a mis padres ponerme un nombre compuesto, porque dos segundos más sin que él me intrusee mis molares, es un alivio inmenso.

Suena esa maquina que salpica agua (quiero creer que es eso y no otra cosa), veo una inyección y empiezo a temblar. El doctor me dice que si me quedo quieta me va a comprar lo que quiera cuando salgamos de la habitación. Yo no le creo. Aún así me quedo quieta. Cierro los ojos. Los abro y el doctor tiene el entrecejo fruncido y murmura: "Cuando será el día en que aprendas a lavarte los dientes...".

Y un flash back viene a mí con tanta nitidez que hasta siento el aroma de aquel enjuague bucal descontinuado, hace ya muchos años atrás. El papá está arrodillado en el piso del baño y le mete el cepillo de dientes a la niña pequeña y gorda que llora desesperada porque dice que odia el sabor de la pasta de dientes (que a escondidas se come cuando nadie la observa). ¡¡No puedo tener una hija con caries, María Luisa!!... ¿Qué, acaso no era yo la hija del saco?

Volvemos a la realidad, y me encuentro con un algodón en la boca y con una expresión de enojo. Vamos en el auto y no me ha comprado lo que pedí. Mi papá me cuenta que la Mona Lisa es la pintura más absurda del Louvre, porque es pequeña y sin gracia. Le pregunto sobre Watergate y no tiene idea de nada. Ahora me cuenta que en su época no le gustaban los Beatles porque no entendía que decían sus letras.

Y termino de comprender que el miedo que le tengo al dentista no es otra cosa, que el miedo a perder el hilo de la conversación con mi padre. Claro, es imposible hablar bien si una maquina te traga la saliva y tienes cara de imbécil durante cuarenta y cinco minutos.

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