domingo, 1 de febrero de 2009

La anécdota del desierto

Es probable que la gran mayoría de los hechos graciosamente penosos ocurridos en nuestras vidas terminen siendo una sabrosa anécdota para contarla en los momentos de aburrimiento con los amigos, cuando el juego de naipes empieza a aguarse, o cuando todos cuentan cosas chistosas sobre sí mismos.

La verdad es que mi relación con los buses es de amor y odio, me gusta la comodidades de los asientos y poder ver tele, pero no me gusta la lentitud y el tiempo perdido en ir sentada al lado de un desconocido que probablemente tendrá cuarenta años más y quizás huela cuarenta veces peor.

El punto es que hace algunas semanas me embarqué en bus en el terminal de Antofagasta para dirigirme hacia mi querida tierra natal Copiapó, compré unas Coca Colas para el viaje y algunas cositas para morder, la Rolling Stone y la Paula para leer y me acomodé para hacer más ameno el viaje de casi ocho horas por el desierto de Atacama.

Recuerdo que después de leer durante dos horas sobre los cien mejores artistas del rock, me dió sueño, dejé de lado la revista, tomé un sorbo de bebida y me acomodé mientras observaba la mancha borrosa de café con leche que se imponía sobre mis ojos en la ventana... y pensaba: ¿de dónde salen estas piedras gigantes llamadas cerros? aay, creo que puedo ver formas en las nubes, veo un conejito, una mamadera, el rostro de Jim Morrisson...

Me dormí aproximadamente una hora. Desperté con la boca abierta y con una nada seductora posición corporal, el bus se había detenido y podía ver a algunos pasajeros sentados sobre una animita del desierto fumando con sus rostros enojados. Me bajé del bus y pregunté que pasaba y me dijeron que el bus había tenido una falla eléctrica y que probablemente no volvería a andar hasta que llegase un mecánico desde la ciudad más cercana; el problema es que estabamos en mitad del desierto y no había señal telefónica.

Analicé mis posibilidades: morir de aburrimiento en el desierto hasta que un mecánico hiciera su aparición, lo que además provocaría la desesperación de mi madre, o caminar hacia el cerro más alto a buscar señal de celular.

La opción quizás fue la más arriesgada y estúpida pero claro que me subí al cerro. Por Dios, me había subido a un bus, ¿cómo no me voy a subir a un cerro?. Comencé a caminar sintiendo que varios pares de ojos me seguían con la vista mientras me armaba de valor para destruír mis chalas por el desierto, caminé un poco más hasta que pude comenzar a tararear canciones sin que nadie me pudiera corregir la entonación, saqué mi celular de la cartera y empecé a pelear con las rayitas que indican la señal. Nada. No signal. No fucking signal. Ninguna señal maldita. Cuando comencé a bajar el cerro con la resignación en el suelo, mi celular sonó. El aparato de salvación había emitido un sonido agónico: un mensaje de texto. ¡Tenía señal! ¡Estaba salvada de morir devorada por los cuervos!

Marqué una de las pocas combinaciones de números que no podría olvidar aunque me atropellara un elefante, el de mi mamá. Ring, ring, ring.

- ¿Mamá?

- Pollito, ¿estás en Chañaral hijita?

- No mamá, estoy botada en el desierto, una hora y media hacia el norte de Chañaral y nos dijeron que esta cagá de bus se va a arreglar mañana cuando llegue un mecánico enviado desde Japón en tortuga. Tengo miedo.

"Tengo miedo". Aquella es la frase clave que una madre sobreprotectora no puede oir sin sentir una profunda presión en el pecho e irremediables ganas de correr hacia su cría para protegerla del sufrimiento del desierto florecido.

- Quedate ahí, voy para allá

- Pero mamá, son dos horas de viaje

- No importa. María Luisa no te muevas de ahí que voy para allá.

Colgué. Mi madre venía al rescate como innumerablemente lo ha hecho durante toda mi vida, desde pegar la lentejuela que se cayó de mi traje de ballet, hasta pagar algunos pequeños choques a automóviles estacionados.

Prendí un cigarro, sabiendo que era el último para la noche que auguraba caer fría y sin piedad sobre las almas enojadas con la empresa de viajes, y también para la alma de la animita que deambulaba aburrida en el desierto que le robó el último hálito de vida.

Observé como la gente puede volverse violenta de forma repentina. Fue como una sucesión de colores y formas, gritos y frases maltrechas. Que la culpa la tenían los pobres choferes que ni siquiera traían un teléfono satelital, que la empresa de buses iba a ser demandada y en especial una señora que amenazó con quemarse a lo bonzo si no se hacía algo pronto. Yo en cambio, le pedí permiso a la animita para sentarme sobre ella y esperar el par de luces del vehículo de mi madre. Conversé con una señora no mayor de treinta años que llevaba un pendrive rosado del cual emitía regeton a un volumen considerado nocivo para el oído humano, y me contaba que ella viajaba para estar en Santiago al día siguiente porque tenía que ir al médico y que ahora iba a perder la hora, la plata, el tiempo y probablemente su pega. Luego conversé con una niña de mi edad que resultó ser estudiante de mi universidad y que tenía cara de niña que no sabe nada sobre nada, no tenía idea qué era la cacería de arrastre y me preguntó que era el Greenpeace cuando vió una ballena bordada en mi cartera. Luego de un rato, los choferes se sentaron a mi lado, eran dos y un auxiliar, que me ofrecieron unas frazadas.

No pude evitar preguntar cuán seguido se quedaban en pana. Me contaron que era primera vez que les pasaba y que siempre tenían que tragarse los insultos de los pasajeros, me contaron que ellos no pueden perfeccionarse para aprender sobre mecánica, cosa de ser autosuficientes en caso de probables fallas ya que la empresa se los prohibía. Me dijeron que la gente siempre se roba ls almohadas y las frazadas pensando que la empresa se hacía responsable por esos pequeños hurtos, cuando en realidad era al auxiliar a quien se le descuenta después de cada viaje las pérdidas. Por cada frazada mil pesos, por cada almohada quinientos, en promedio veinte mil pesos de pérdida por cada mil kilómetros recorridos.

Mi madre no llegaba y algunos pasajeros enfurecidos comenzaron a hacer dedo, y algunos valientes comenzaron a caminar hasta chañaral o hasta conseguir que otro bus parase y los acercara hacia otra estación de buses. Yo me quedé sentada sobre la animita, con la nariz fría y envuelta en frazadas, abrazandome a mi misma y evitando pensar en las ganas de ir al baño que pronto supuse que ocurrirían puesto que me había tomado cerca de un litro de bebida.

Cayó la noche sobre el desierto. Vi cuatro estrellas fugaces y algunos pocos pasajeros se fueron a dormir, mientras que la gran mayoría se había ido. Seguía conversando con los choferes y pensaba que quizás mi mamá se había perdido, o tal vez pensó que un bus o una nave espacial nos había rescatado... estaba enfrascada en aquellos pensamientos absurdos cuando vi a mi madre bajarse del auto y caminar hacia mi, mientras yo me fundía en su abrazo.

Estuve tres horas en el desierto conversando con tres trabajadores esforzados, un par de personas que no tenían respeto por nada, subí y bajé un cerro y mi mamá llego a rescatarme a la animita que ahora, cada vez que la veamos pasar por la ventana en nuestros viajes, recordaremos cómo se pueden conocer y deducir grandes historias en anécdotas totalmente ridículas.

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