martes, 10 de mayo de 2011

Mafalda histórica

La primera vez que sostuve un libro de Mafalda tenía cuatro o cinco años. Estaba aprendiendo a leer de corrido y por alguna razón, la letra imprenta se me era absolutamente más legible que la manuscrita. Mi mamá en su afán por incentivar este hábito, me compraba tiras de historietas a doscientos pesos en algún local oscuro y empedrado, de esos que están escondidos en días nublados en la capital y alrededor del cual, algunos artistas toman el café mientras discuten sobre reformas y políticas utópicas.


Los viajes a Santiago eran sinónimo de librerías y sucuchos con ediciones de segunda mano pero verdaderamente más pintorescos que un ejemplar con aroma a capitalismo. En Copiapó la variedad de lectura era equivalente a su importancia a nivel nacional, es decir, nula. Era y en gran parte sigue siendo prácticamente imposible acceder a buenos títulos de libros más que aquellos que ordena el Gobierno como lectura obligatoria para escolares.



Con mi mamá leíamos Mafalda mientras mi papá deambulaba por calles inverosímiles sin propósito alguno más que deleitarse con la abundancia de artículos que sólo Santiago puede ofrecer. Mientras tanto me entretenía leyendo las historias de una niña que, al igual que yo, detestaba la sopa y jugaba a la radio. La Mafalda tenía ideas tan buenas, que por un momento me sentí inspirada y pensé seriamente en completar su labor y convertirme en intérprete internacional, cosa que cuando los países entablaran discusiones en distintos idiomas, yo arreglase el cuento e hiciera de la buena onda la consigna universal, ¿alguien dijo guerra? Pues bien, yo diría paz y asunto solucionado.



La Mafalda contenía una serie de personajes tan diversos como los caracteres de mi familia y mis amigos. Podía relacionar cada uno de ellos con alguien que conociera; ejemplo de ello fue la llegada del Guille, el hermano pequeño que llegó mediante correo cigüeña y que era tan nefasto como mi hermana Gabriela. El Guille, al igual que ella, rayaba las paredes, se embarraba con comida, rompía las cosas y solía golpearme pese a mi autoría y mayoría de edad. Manolito me recordaba a mi papá por dos simples cosas: la primera era que ambos detestaban a los Beatles porque no entendían nada de sus letras y lo segundo; su espíritu ahorrativo sorprendía incluso hasta al más austero.



La Susanita era la recopilación de todos los tormentos a los cuales me vi forzada a compartir en clases de Ballet. Me parecía que toda la compañía femenina a aquella edad era una sobredosis de Susanitas; niñas superficiales que competían por quién tenía la mejor ropa de guagua y aparte, seguían analfabetas como hasta los ocho años, por lo que resultaba inútil jugar a la oficina con ellas, ya que tomaban el lápiz y lo único que eran capaces de dibujar era una muñeca y sus respectivos nombres adornados con un gran y empalagoso corazón.



El personaje de tinta y papel que traspasó fronteras fue traducido a 26 idiomas y sólo en Argentina vendió 20 millones de copias, títulos que continúan publicándose con éxito en nuevas ediciones alrededor del mundo. Que suerte que Mafalda no crece. Para quienes somos admiradores de la magia que Quino nos entrega, nos da cierta libertad de quedarnos enfrascados en la niñez sin mayores remordimientos, cuestionándonos sobre todos los tipos de libertades y jugando con los amigos a conformar un Gobierno imaginario en un país en donde la igualdad y la justicia sólo se veían corrompidas por una madre que obliga tomar la sopa.

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