martes, 21 de diciembre de 2010

Reportaje vivencial: Jonas Brothers 2.0

A mi hermana Gabriela no le bastó con ir al concierto de los Jonas Brothers en mayo del año pasado, por lo que ahorró durante meses para adquirir dos entradas al sector VIP del concierto ofrecido por las estrellas de Disney el pasado 4 de noviembre. Si antes las jovencitas gritaban extasiadas por ver a los Beatles y a los Backstreet Boys, la euforia provocada por este trío de hermanos supera los decibeles permitidos por la ley capitalina. Y yo, me lo tuve que aguantar por dármelas de buena hermana. He aquí la experiencia.

Por: María Luisa Córdova

Sé que la distancia que recorreré no es menor. Desde Antofagasta a Santiago hay aproximadamente 1361 kilómetros, los cuales atravesaré por tierra con mi familia para darle en el gusto a mi hermana de catorce años que vive y muere por los Jonas Brothers, una banda de tres jóvenes estadounidenses que han sacado una serie de discos amparados por la factoría Disney y que han revolucionado el pop y las hormonas de millones de jovencitas alrededor del globo.

Mis amigos cercanos lo comprenden y ya no se burlan, mientras que en las redes sociales mis conocidos procuran dejar en claro mi pseudo fanatismo escondido por los Jonas Brothers. Yo hago caso omiso, tengo claro que sólo cumplo mi función de hermana comprensiva que a futuro espera tener ciertas regalías y privilegios. Lo cierto es que mi madre no iba permitir que mi hermana ingresara a un concierto absolutamente sola. Era un hecho que tendría que acompañarla. Llevo varios meses resignada y esperando un cataclismo que lo detenga, pero no, el día de partir ha llegado.

El viaje

El viaje hacia la capital no es tan desagradable como muchos podrían creer. Si bien son cientos de kilómetros en donde el paisaje no varía más que en distintas tonalidades de desierto, las paradas suelen ser realmente divertidas. Desde pasar a ver a la abuela a Copiapó, a los tíos en La Serena, comprar dulces de La Ligua y distintas revistas en cada parada para llenar el estanque de petróleo, hasta comprar chucherías como Tetrix, artículos para hacer burbujas y maquillaje estrambótico, entre otras diversiones varías, lo hacen sin duda mucho más llevadero.

Una vez que entramos a Santiago, como buenos provincianos, nos perdemos. Comprendo la utilidad del GPS como remedio para el mal humor del conductor; mi padrastro. Mi madre por su parte, como toda mujer, insiste en que ella tiene la razón y al final, llegamos a nuestro destino no sin antes ver sus rostros llenos de mal humor y cansancio. Bien por ellos, yo y mis audífonos tenemos una relación muy estrecha durante los viajes.

El primer día en Santiago transcurre rápidamente. Intenté entrar a la cantina popular “La Piojera” pero me pidieron cédula de identidad y yo, la muy pajarona, no andaba trayendo. Hay situaciones en la vida que a uno le dejan una enseñanza potente, en mi caso, aprendí a andar con mis documentos, nunca se sabe cuando está la posibilidad de emborracharse. Luego de eso nos fuimos al Parque Arauco a comer a un buffet porque llevábamos casi doce horas ingiriendo bebidas energéticas y empolvados. El Gatsby siempre es la mejor opción para olvidarse de mantener la línea gruesa y otras varias estupideces que rondan en el cerebro femenino. Luego de eso, no queda más que dormir para tener muchas energía para el día siguiente, que constará de Museo Interactivo Mirador (MIM) salpicado de niños pequeños gritones y unas cuantas parvularias histéricas, y alguno que otro atisbo de consumismo empedernido en calles Bandera y Rosas, en donde adquirir ropa de megastores como “Orange Blue” y su atractiva línea “Vintage Emporium” pareciera ser lo más divertido para una compradora compulsiva como yo, a diferencia de mi madre, que no lo soporta y me saca de una oreja de allí porque no aguanta el vitrineo excesivo.

Pero hay que dormir. Dicen que debo tener muchas energías para soportar un evento de la magnitud Jonas. Yo lo tengo claro, fui testigo de la euforia el año pasado en el Club Hípico, en donde se congregó una cantidad espantosa de teenagers sedientas de pseudo rock. Ahí estuve, firme junto al pueblo gritón, embetunada hasta los codos con bloqueador y entreteniéndome observando a la multitud y alguna que otra mamá desmayada de tanta presión.

Nos levantamos cerca de las diez de la mañana y al mediodía salimos del departamento ubicado en pleno centro. Siento una necesidad imperiosa de seguir durmiendo, pero me lo aguanto. Mi hermana tiene un rostro que cómo se los explico. Está pálida y dice que en cualquier momento vomita de la emoción. Es bastante expresiva al respecto, se aferra a mi brazo y me aprieta, así que me resigno a ser además de una acompañante, un método de relajación humano. Nos vamos a almorzar al Liguria con la esperanza de que la chica se calme. Ella pide tallarines con milanesa que deja a la mitad y yo una ensalada más un pie de limón. Siento que necesitaré azúcar para aguantar lo que se viene. Mi mamá se reúne con algunas amigas ahí en el restaurante y se separan de nuestro angustioso grupo porque ellas irán a ver a Chayanne. Mi padrastro nos acerca al Estadio Monumental y se deshace de nosotras asegurándonos que a la salida del concierto, nos esperará en el mismo lugar. Y se va. En el fondo está feliz, lo veo en su sonrisa a través del espejo retrovisor. Sé que por dentro se muere de risa por nuestro trágico destino.

Y empezó el show

Son las dos de la tarde. El concierto se inicia a las ocho. Deben haber, por lo bajo, medio millón de niñitas gritando. Esta bien, exagero un poco, pero son lo suficiente como para combatir en batalla y de paso, ganar por daño auditivo irreversible. Mi hermana esta delirando, me toma de la mano y me hace correr alrededor del Estadio en búsqueda de la entrada para quienes tienen ticket VIP. Le pregunta con desesperación a tres carabineros con cara de buena onda. Los tres le apuntan hacia la misma dirección y ella, testaruda y precipitada, pide instrucciones a cada carabinero que se encuentra en el camino, como para asegurarse que no se trata de un sueño. Cuando llegamos a la entrada, comprendemos que hay una fila de varias cuadras de largo. ¿Pueden creer que mi hermana le rogó al carabinero que la dejara colarse? Así sin anestesia ni nada, puso su mejor cara de angustia que el funcionario pasó olímpicamente por alto, lo que sólo provocó que ella pegara la vuelta y me arrastrara de la mano nuevamente, buscando un lugar en dónde meterse en la fila.

Dicho y hecho. Nos colamos en una fila, a pocos metros de la entrada. Mi hermana se muerde las uñas y yo le subo el volumen a mi reproductor de música. La fila comienza a avanzar y una vez que pasamos por el primer registro en donde enseñamos nuestra entrada a los encargados, mi hermana comienza a correr para conseguir el mejor lugar. Yo no entiendo porqué corre tanto, no podríamos tener un mejor lugar que el VIP pero ella insiste en que morirá si no ve a Joe Jonas de cerca. Luego de tres revisiones, hacemos ingreso al Estadio propiamente tal. El paisaje está teñido de rosado, miles de cabecitas saltarinas y gritonas se reparten por el lugar, cuya capacidad ha permitido el ingreso de más de 60.000 espectadores. Nosotras ingresamos a la zona VIP escoltadas por una señora que me pide propina por mostrarme la silla numerada que corresponde mi entrada. Busco algunas monedas y observo como mi hermana corre hacia el fierro que la separa del escenario y se aferra a él con tanto ímpetu, que parece un koala neurótico. Me acerco a ella sin mucha dificultad y le digo que estaré en mi silla durante todo el concierto. Vuelvo a sentarme y compro una bebida. Me preparo para lo que serán por lo menos seis horas de tortura.

Llevo dos horas jugando Tetrix. He muerto varias veces pero he conseguido llegar al nivel siete. Le subí al máximo el volumen a mi reproductor de música, con la ilusión de apagar los chillidos de las niñas que me rodean varios metros a la redonda. Soy como un cerebro jugoso frente a una horda de zombies, sólo que ellas no me quieren comer, sólo quieren romperme los tímpanos. La verdad es que la ubicación en la que me encuentro es fantástica. En otra instancia estaría delirando por ver a algún artista o grupo musical de mi preferencia, por ende, comprendo la euforia de mi hermana que ya he perdido de vista porque muchas otras más se han convertido en koalas gritones esperando la salida de los Jonas. Hay dos pantallas gigantes que transmiten videos musicales en alta definición, y cada vez que sale alguno de los Jonas, los gritos se hacen insoportables. Varios papás, al igual que yo, ocupan sus asientos VIP mientras se tapan los oídos cada vez que comienza el griterío. Intercambio miradas de resignación con algunos de ellos. Un hombre mayor, evidentemente un padre resignado, me ofrece un cigarro que acepto con gusto. No lo fumaré hasta que el sol deje de calcinarme.

Los minutos se hacen lentos. Estoy tan aletargada que me pregunto cómo llegué aquí. Tengo la chaqueta sobre la cabeza en un vago intento de protegerme del sol que, con seguridad, pretende matarnos. En ocasiones como éstas, el bloqueador no es suficiente, pero para las fanáticas, algo tan irrelevante como el cáncer a la piel no las alejará de su lugar. Insisten en gritar. Yo me pregunto porqué gritan tanto… ¿sacan algo más que desgastar sus gargantas? ¿Acaso piensan que los Jonas las escucharán? ¿Es necesario manifestarse tan estúpidamente? Estoy inmersa en aquellos pensamientos cuando de pronto salen a escena la banda argentina “Highway: rodando la aventura” que protagoniza el Zapping Zone del canal Disney, un programa de televisión bastante aburrido en donde los compositores escriben música basura de coros poco originales y performance poco espontánea. Cantan por lo menos doce canciones. Decido volver a enfrascarme en mi Tetrix mientras escucho a lo lejos versos como “1, 2, 3 amigas por siempre. 1, 2, 3 contra la corriente” o “pase lo que pase yo estaré contigo, solo en tu mirada encuentro mi destino… el amor, nuestro amor”. Los grandes compositores se revuelcan en sus tumbas justo ahora. De pronto siento vibrar mi teléfono celular. Mi hermana con su voz aguda y de ultratumba, me dice que se desmayó. Yo pienso que exagera y sólo quiere darme a entender su emoción de estar a punto de ver a sus máximos ídolos musicales, pero no, realmente se desmayó y se encuentra al costado izquierdo del escenario, en una carpa improvisada como servicio médico para casos de neuroticismo agudo. Corro como una madre angustiada a su encuentro y cuando llego la encuentro acostada en una camilla, con el rostro sudoroso y evidentes síntomas de náuseas. Me murmura que necesita mejorarse y recuperar su lugar privilegiado entre la multitud. Yo le digo que cómo se le ocurre. Ella me dice “y a ti cómo se te ocurre que me voy a quedar en este camilla si esperé todo el año este momento”. Y comprendo que no es momento para dármelas de protectora y le compro una bebida, lo que en parte la repone, por lo que la dejo partir de vuelta a recuperar su lugar arrebatado por las que ahora son muchísimas más fanáticas saltando a la espera de los Jonas.

Mi instinto de hermana cuática florece. No puedo volver a mi asiento a jugar sin el temor de que se vuelva a desmayar y de paso morir. En un momento como éste, ser extremista es de vida o muerte. Así que con la mayor de las resignaciones me levanto de la comodidad de mi silla, me amarro la chaqueta a la cintura, me tomo el pelo en alto y me dispongo a meterme en la multitud para ser la guardaespaldas de mi hermana. Creo firmemente que el sacrificio valdrá la pena en algún momento, ella tendrá que donarme algún órgano o entregarme parte de su dinero cuando sea mayor. Tengo toda mi fe puesta en la Gabriela.

Mientras me encuentro siendo aplastada por la multitud a pocos metros del escenario, a mi lado una señora de aspecto bastante cuico, grita como loca porque no quiere que ninguna niñita la toque.

- Quítense rotas, no me empujen – le dice a una fanática que, sin querer, pasó a llevarla mínimamente. Es obvio, la señora, su marido y dos hijos, ocupan los cuatro primeros asientos del VIP, por lo que se encuentran en una evidente zona de riesgo, no tiene derecho a reclamar.

- Te estoy diciendo que te quites, rota – vuelve a reclamar la señora, intentando mantener la cartera Louis Vuitton sobre su cabeza, como si la multitud estuviera compuesta delincuentes juveniles.

El esposo de la señora, con una calma sorprendente, le dice que juntos se vayan hacia atrás y que deje a sus hijas disfrutar del show, para evitar su histeria, a lo que la señora responde con los ojos desorbitados que no hará tal de perder su lugar, mientras con asco le agarra el brazo a una jovencita inocente y le grita que deje de empujarla. La pobre niña la mira con miedo y yo no puedo reprimirme.

- Señora, la van a seguir empujando – le digo, envalentonándome.

- Bueno, yo pagué por este asiento, no voy a dejar que estas rotas me toquen – me grita con deprecio.

- Cuando empiece el show, va a tener que bancárselo – le digo con calma

La señora se enfurece y comienza a gritar que no se va a bancar nada, que por algo pagó una cantidad considerable por los cuatro primeros asientos y que quiere que el encargado del lugar se haga presente para reclamar por lo menos dos metros a la redonda de su silla, cosa de contemplar el espectáculo sin ningún desorden posible. Yo me río por lo bajo y me alejo un poco, para darle espacio de despotricar un rato hasta que empiece el concierto.

El suelo comienza a temblar, los chillidos se hacen más intensos que nunca. Los decibeles que en este momento se concentran en el Estadio Monumental podrían ser escuchados tanto por humanos como por murciélagos. Me tapo los oídos por lo menos durante tres minutos en que las luces y el humo juegan con la expectación multitudinaria. Y de pronto, desde una plataforma brillante ubicada en el centro del escenario, hacen su aparición los Jonas Brothers, entonando una de sus tantas canciones pegajosas. Un agudo coro entona cada uno de sus versos acompañados de gritos como “mijito rico” o “hazme un hijo”. Yo, escandalizada ante la euforia hormonal, compruebo que niñitas menores que mi hermana se agitan para lanzar alguna de esas frases sugerentes que ni siquiera yo, en algún arrebato, he vociferado. O tal vez sí, pero no recuerdo. La señora reclamona pierde el equilibrio y con el ceño fruncido, la veo pasar a mi lado y dirigirse hacia atrás con su marido, al parecer comprendió que si no quiere morir de taquicardia, debía retroceder. Los conciertos no están hechos para personas siúticas.

Las jovencitas se han vuelto locas e incluso yo he tenido que retroceder algunos metros para darle espacio a los saltos y movimientos desenfrenados. De vez en cuando pierdo de vista a mi hermana, pero si de algo estoy segura, es que su fanatismo la debe estar manteniendo en pie. Y yo, desde una distancia prudente para auxiliarla frente a cualquier problema, me dedico a observar a los Jonas.

Siendo racionales, los muchachos son bastante guapos. Joe tiene pinta de homosexual con una polera musculosa negra con cadenitas colgando, demasiado apretada para mi gusto pero bastante normal para un rockstar. El hermano menor es bastante agraciado pero un poco llorón, ésta vez al igual que el concierto del año pasado, anduvo dando un poco de lástima por ser insulino dependiente. Pero este año vuelvo a pensar, que con la cantidad de plata que tiene, podría pagarle a un enano montado en un unicornio que le inyecte su medicina. De todas formas, de lejos se nota que es el que mejor canta y toca la guitarra. Del hermano mayor poco se habla, es el único Jonas que está casado y por ende, nadie suele prestarle demasiada atención. Ni siquiera yo.

Decido ir al baño, aprovechando que todo el mundo esta pendiente del show. Con bastante dificultad salgo de la multitud para abandonar la zona VIP e ingresar a la cancha. Cuando salgo del baño, unas instalaciones bastante decentes debo decir, caminé libremente de vuelta hacia el lugar y mientras le enseñaba mi ticket a la encargada del lugar, una jovencita desesperada ubicada en la cancha, de no más de quince años, se aferra a mi brazo llorando como si hubiera sido parte de un atentado terrorista, sosteniendo un peluche de oso y una carta entre sus brazos. “Entrégaselo a Nick Jonas por favor, entrégaselo, mi vida depende de ello”, me gritó entre lágrimas. Tomé el peluche y la carta, asegurándole que haría lo posible por lanzarlo al escenario cuando estuviera cerca. Craso error. Volver a mi posición privilegiada requeriría de más esfuerzo del que pensé, así que en vez de tratar de meterme entre la multitud, esperé a que terminara el concierto para cumplir mi palabra.

Durante la media hora restante que duró el concierto, comprendí el nivel que puede llegar el fanatismo desenfrenado. No existe edad ni género que discrimine las actitudes tan irracionales que gobiernan a quienes desatan su fervor al extremo. Niños y niñas lloraban mientras estiraban los brazos hacia el escenario, gritaban “te amo” a diestra y siniestra, levantaban sus carteles en alto con frases en inglés dedicadas a sus ídolos y de vez en cuando cerraban los ojos y gritaban agudamente como para desatar todas sus pasiones. Tal cual he visto en la televisión a las groupies de antaño.

Una vez que terminó el concierto, me aseguré de acercarme al escenario lo más posible. Lancé el peluche con la carta y cayó, ante mi sorpresa, justo donde hace medio minuto se encontraba Nick Jonas. Supongo que con un poco de suerte, recogerían todos los animales de algodón que se encontraban sobre el escenario y se los entregarían a los Jonas. Busqué a mi hermana, que apareció increíblemente chascona y sudada, llena de lágrimas y con mucha sed. Llevaba una de esas sonrisas que denotan verdadera felicidad. Me comentó que abrazó y lloró junto a varias “Jonáticas” desconocidas y que, sin duda, fue la experiencia más reconfortante de su vida. Lo único malo es que no podía caminar de tanto que había saltado.

Salimos del Estadio y demoramos cerca de una hora y media en encontrar a mi padrastro. Los vendedores ambulantes se hicieron la América con tanto merchandising. Ahí es cuando la creatividad del chileno se muestra en gloria y majestad; podías encontrar desde tazones hasta calendarios, relojes, poleras, fotografías e incluso patentes de los Jonas Brothers. La señal telefónica se perdió durante un par de horas, tal cual sucede en los terremotos. Podría decirse que un concierto de esta magnitud causa eventualmente, los mismos daños que un desastre natural. Una vez que subimos al vehículo, comprendimos que el barullo había acabado. Sobrevivir fue más difícil de lo que creía, pero supongo que es el precio de hacer feliz a la hermana. En el fondo, sé que si ella fuera la mayor, haría lo mismo por mí.

2 comentarios:

Botwin dijo...

ajajaj que buena historia, eres una súper hermana ;), cuando se desmayo pensé lo peor pero termino muy bien :D

Gaby dijo...

Hahaha, es verdad, eres la mejor hermana del mundo, Pollito! XD Aguantate no mas por si vienen otra vez porque encontrare otra manera de sobornarte y hacer que te sientas mal y me lleves por 3ra vez =D