lunes, 5 de octubre de 2009

Baile de colegio

Quisiera volver a vivir la sensación de fiesta de colegio. No sólo aquella que empezaba a las diez de la noche y a las dos de la mañana esperabas a que alguno de tus padres o padrastros buena onda, te fuera a buscar en medio de la neblina fuera del colegio.
Aquellas fiestas que necesitaban una previa (en
absoluta abstinencia, no sé ustedes, el Liceo Católico Atacama tenía un detector etílico por medio del aura que los inspectores lograban reconocer con facilidad) Pero yo me refiero a las primeras fiestas, aquellas en las que fumarse un cigarro era la expresión máxima de rebeldía y que a lo lejos, podías mirar al niño que te gustaba, haciendo de cuenta que ni lo habías visto.
Bailábamos siguiendo una coreografía especialmente comercial, vestidas con prendas que estaban a la moda y con sendos chubis de colores pegados en las orejas. Y yo me dedicaba a mirar fijamente las luces como si éstas me susurrasen ideas para ser más bacán. Obviamente las luces nunca me aportaron nada, pero sí tengo muy grabadas en la retina y en el corazón, todas las emociones que se atoraban en mi garganta cada vez que poníamos un pie en un baile de colegio.
Para empezar, era una ocasión muy importante. El colegio no prestaba con facilidad el salón porque en el fondo sabían que éramos unos malditos bolcheviques remendados. Y en el fondo todos nosotros también sabíamos que no nos portábamos muy bien y siempre terminábamos fugándonos del salón y colándonos en la penumbra del colegio, porque nos parecía irresistible negarnos ante un paseo nocturno en un lugar prohibido que era vigilado por profesores de turno y fantasmas de estudiantes que murieron trágicamente en alguna fiesta (la típica penadura colegial para convencernos de que había que obedecer) y sin embargo nos paseábamos con pedazos de pizza en las manos, caminando y haciendo nuestro un lugar tan cotidiano pero a la vez muy tenebroso.
Y al igual que la gran mayoría de las fiestas, ésta terminaba con un lento anglo de los ochenta que la mayoría de nosotros odiaba, pero que sin embargo bailábamos, porque era el único momento de la noche en donde se recreaba un mágico idilio de romance. Típico que el niño que te gustaba justo te sacaba a bailar y terminábamos mirando el techo mientras nos pisábamos los pies como una pareja de orangutanes. El baile nunca fue lo mío ni lo nuestro, no recuerdo ningún lento bien bailado, todas fueron una constante tortura de brazos torpes y sonrisas camufladas por el humo que lanzaban unas máquinas que a todos asfixiaba. Y pese a todo lo bailábamos y a las dos de la mañana nos sentíamos agotados. A esa hora nos sentíamos adultos con vidas bohemias y extravagantes, con nuestros peinados altos y nuestros ojos con sombras verde brillante, con la magia de los labios rosados y las faldas con puntitos.
Nos retirábamos con la convicción de que no pudo haber sido una mejor fiesta. Aunque hubiesen lágrimas de desamor, peleas entre amigos y show en general, ésa era la verdadera gracia de las fiestas de colegio; vivir todo por primera vez, de la forma más noctámbula y más brillante, de luces rojas y azules encandilándonos, ésos son realmente los recuerdos que toda mi generación guarda, al igual que aquellas fotos análogas al fondo del cajón que nos revelan nuestros rostros a los quince años.

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