lunes, 15 de junio de 2009

Marzo del dos mil cinco

Hoy la ciudad despierta parcialmente nublada y con ganas de seguir durmiendo. Yo también despierto con ganas de quedarme arropada en mi cama, con ganas de clavar las uñas al colchón y no despegarme de mi lecho blanco, sin antes planear lo que haré el día de hoy. No puedo evitar no planear las cosas que haré durante el día, me da la sensación de seguridad, de que pocas cosas se me podrán escapar de las manos si dirijo de forma correcta mi itinerario.
Pero primero intento despertar bien. Llevo tantos días soñando lo mismo, viendo las mismas películas y escuchando la misma música. Comiendo prácticamente por inercia y reviviendo en sueños algo que no alcanzo a dimensionar. Pero pese a que los elefantes rosados que gobiernan mi mente, jueguen futbol y caminen sobre nubes grises, nada podrá evitar que tenga que levantarme e ir a la escuela, por último año en mi vida.
Tengo diecisiete años y un prontuario bastante miserable. En las paredes de mi habitación no hay ninguna medalla colgada, porque no he ganado nada a lo largo de trece años de estancia inútil en la escuela. Me he ganado el reconocimiento de no saber quien soy cuando paso frente a grupos de compañeros que parecen conversar animadamente y pocas veces he fumado, bebido y bailado. No es que no me guste. Es sólo que aún no le encuentro la magia ni el sentido a toda esta situación.
Pero este es mi último año y estoy segura de que cuando termine, finalmente tendré un reconocimiento: haber terminado la escuela y por fin verme libre de tanto ajetreo mental. Tanto esfuerzo por pasar desapercibida que finalmente el tipo que dirá mi nombre en voz alta para entregarme mi licencia de cuarto año medio, olvidará mi nombre. Pero a mi no me importará demasiado, bajaré con cuidado la escalera de madera gastada que ha sostenido a cientos y cientos de estudiantes nerviosos que esperan el llamado de sus nombres para recibir el título a manos de la directora de la escuela, frente a un fotógrafo malhumorado. Yo prefiero sacarle brillo a mis zapatos durante diez días seguidos a tener que soportar la humillación de ser una abeja más en ese panal.
Aún así, me levanto. Sabiendo que tendré que ponerme un poco de brillo en los labios si es que no quiero espantarlos a todos. Y me siento tan asqueada de ser negativa que hasta decido ponerme perfume, al fin y al cabo, no soy un ogro azul al que nadie quiere, tengo un par de amigos que se preocuparían si decidiera tragarme el contenido de la botella de perfume y decidiera suicidarme el primer día de clases. Nada más patético que ganarme el premio a la estupidez y perder un frasco lleno de perfume.
Marzo, 2005.

No hay comentarios: