jueves, 10 de febrero de 2011

Veinticuatro

Cuando una de repente despierta y tiene 24 años, se da cuenta de que el mundo dio muchas vueltas más de las que parecían haber dado. Una se da cuenta de que no puede seguir de pajarona lesa por la vida, porque se supone que pasados los veinte años, una debería asimilar que los finales de Disney eran metáforas retorcidas de la realidad y entre príncipes ficticios y animales que hablan, una lo más que termina acercándose a estas fantasías es poner el pastel recién horneado en la ventana y luego tragárselo con la miseria escurriendo de azúcar.

Y una comienza a sentirse mayor. Obligada a responder ante el mundo. Arrastrada hacia las responsabilidades que con tanto esmero intentó eludir con la delicadeza de una niña ingenua.

Cuando una de repente despierta y tiene 24 años, se da cuenta de que quedaron muy atrás los años de colegio, se da cuenta de que la universidad no te enseña lo que el profesor repite incansablemente en clases, sino que las verdaderas lecciones son aquellas mordeduras de lengua, levantarse de los tropiezos y sobarse las rodillas ensangrentadas sin decantar ninguna lágrima. Ésos son los verdaderos signos que nos recuerdan que hemos dejado de ser niños.

Cuando una de repente se despierta y tiene 24 años, las habilidades de escapista comienzan a hacerte quedar mal. Es de pésimo gusto arrancar de los problemas. Cuando una crece, se percata de eso, y ya no es cuestión fácil arrancar de la carrera profesional que no te gustó por un detalle exiguo, o terminar una relación sentimental solo porque tienes ganas de pasar más tiempo con las amigas.

Cuando una crece, se ve obligada a buscar argumentos más profundos para abandonar lo que sea que vas a abandonar.

Y una se mira al espejo y se da cuenta de que ha alcanzado algunas cosas que alguna vez temió. Entre la tintura del pelo, la grasa adiposa pegada en ciertos lugares del cuerpo que resultan prácticamente imposibles de quitar, una pequeña arruga sobre el labio, entre las cejas, y así incontables detalles que me recuerdan diariamente que el tiempo no pasa en vano. Y eso que sólo tengo 24 años. En diez años mi versión del espejo será un buen guión de película de terror.

Y cuando una de repente despierta y tiene 24 años, se pone alarmista. Una empieza a ver sin ver, a negarse sin negar y a tomar menos pero de mejor calidad. Una empieza a disfrutar más de un par de horas de un buen vodka con amigos, que pasarse la noche entera entre fiestas de desconocidos tomando de un vino barato y terminar con el maquillaje corrido en algún lugar reprochable.

Una empieza a preguntarse muchas cosas.

- ¿Era aquí donde quería llegar?

- ¿Era esto a lo que me quería dedicar por el resto de mi vida?

- ¿Cómo puedo escaparme sin que nadie me tache de cobarde?

Y una a los 24 años deja de perturbarse con el infinito del cielo y comienza a buscar a Dios. Y una empieza a intoxicarse de películas, libros y series de televisión en una eterna búsqueda de la respuesta. Una comienza a acercarse a la meditación, a la música. Una no quiere perder esa fibra sensible que hace que el mundo, en cada giro, te recuerde que aún eres una niña por el simple hecho de maravillarte con cada cosa.

Pero una a los 24 años debe hacer cosas de adultos. Como por ejemplo: ir al médico y no llorar, ir al dentista y no llorar, no meter restos de comida debajo de la cama, no gastarse la plata en la sección de dulces del supermercado, disertar y no llorar, plantear un problema sin que a una le tirite la voz, manejar sin haber consumido alcohol, hacerse cargo de los actos propios sin alegar demencia y no llorar frente a los carabineros y/o autoridades públicas.

Una a los 24 años no tiene muchos beneficios. Una obligación mental se pasea por la cabeza, una no quiere que los padres sigan esforzándose demasiado, porque si mi mamá lava mucho la loza le da la soriasis y si mi papá sigue tapando muelas, terminará con una joroba muy dolorosa. Y una se cuestiona si de pronto es buena idea vender el playstation y el ipad para tomar una maleta y recorrer la India y trabajar vendiendo postales en alguna calle hedionda. Una a los 24 años ya no quiere ser un cacho, pero tampoco quiere trabajar…

¡Porque trabajar es el primer paso de la adultez inmediata!

Y de ese paso, no existe regreso.

Una ya no vuelve a ser una niña, sino hasta que te vuelves anciana y te cambian pañales.

Por eso, una cuando despierta y tiene 24 años, piensa bastante más las cosas que cuando tenía quince. Te cambia el paradigma. Ya no son 23 y el próximo año será un cuarto de siglo. Y cuando te comienzas a dar cuenta de que tus amigos ya son abogados y médicos exitosos en la capital y otros tantos se están comenzando a casar, comienzas a intentar meterte debajo de la cama para que la realidad no te aplaste. Pero en realidad lo que te aplasta, inevitablemente, es la misma cama.

Así que en realidad lo que me duele de esta edad, es que la cama me está aplastando. La conciencia me golpea cada mañana y me dice “búscate un trabajo pagado”, “sé adulta”, “no llores cuando disertes”, “no cantes canciones de musicales”, “no sirve de nada quedarse encerrada en el baño y dejar la vida pasar”, “enfréntate a tus miedos” y sobre todo: “crece”.

Cuando una de repente despierta y tiene 24 años… puede reconciliarse o no con Dios. Puede decidirse a creer o no creer. Sobre todo decidirse a no perder la ilusión en los finales felices de esas películas que disfrutaba a los cinco, a los quince, y a los veinticuatro años.

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