jueves, 27 de enero de 2011

Carta al destinatario

Hoy releí tu caligrafía. No intenté buscarles un nuevo sentido. Sólo me limité a observar el tamaño de tus letras grabadas en mi papel, dulcemente cursivas, escondiendo su esencia tosca y agresiva. Hoy al releerlas pude comprobar que si tal vez le hubiera tomado más atención a la forma en que escribiste aquel mensaje en mi libreta de flores, hubiera comprendido todo sin tener que esperarte por las madrugadas, ni tener que cargarte por donde fuese, atormentada por las horas, las condiciones y los mensajes subliminales con las cuales me apuñalabas todos los días.

Por suerte no fueron muchos días. Desde que te conocí hasta que decidí borrarte de mi vida no deben haber pasado más de cien días. Y fueron tal vez los cien días más felices y más caros en la historia de los días nefastos. No podemos negarlo. Ambos sabíamos que se trataba de un espejismo. El desierto nos unió por una simple razón; confundirnos.

Yo estaba enamorada de ti. Deseché mis ideales antiguos e idealicé tu semblante y pasaste a tener mi sangre. Me debía a ti, tú te debías a mí. Las historias de amor, las más descabelladas, ésas en que se vencían todos los obstáculos, a tu lado existían como existían nuestras aprehensiones. Como nuestras noches eternas hablando de la muerte.

¿Nos equivocamos demasiado, verdad?

Éramos jóvenes…

Hemos crecido bastante desde la última vez que nos vimos.

La última vez que nos vimos yo pensé que me moriría.

¿Cómo pudo ser amor eso?

Me niego a creerlo.

Hoy releí tu caligrafía. Le prendí fuego a la tinta que escurrió de tu cerebro y que se quedó tatuada en mi retina. Me di cuenta que dejarte ir ha sido la decisión más inteligente y acertada de mi precipitada vida. No me quedaban más comodines. Sabía lo que vendría. Conocía tu jugada y me retiré con la esperanza de no salir tan perjudicada.

La de noches que me pasé aguardando alguna señal tuya, alguna señal de aquellas que procurabas guardar cada día para mí, se habían ido, como tu sombra, como tus luces. Estabas tan apagado. Y tuve tanta, tanta, tanta suerte de dejarte ir con el dolor de mi alma, que me ahorré muchas nuevas llagas.

No te dejé ir. Me fui yo. Tú te quedaste aferrado a ése desierto. Con un duro espejismo nuevo que probablemente haya cambiado parte importante de tu ser. Yo también cambié.

Éramos jóvenes…

Fue hace trescientas lunas.

Te cuento que ya no me sirves sino como una pizca mordaz de inspiración cuando requiero de mis notas lúgubres en textos que descubren el alma de mis dedos. Me he vuelto a enamorar. Y él es tan bueno, que no intenta matarme en cada beso.

El amor es más lindo, cuando no acaba en muerte.

Aprende... aprehende.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, yo de nuevo, me encantó, Maria Luisa..
Es como si fuese dirigido a mi!
El alma de tus dedos dice cosas muy interesantes!.