martes, 1 de noviembre de 2011

De luces y lentejuelas

Creo que de todo el universo musical, el género romántico abarca la mayoría de las galaxias y sistemas solares que existen en el infinito campo de las nebulosas. Por supuesto existen pequeñas constelaciones de basura estelar llámense Washiturros, Axé Bahía o Marco Antonio Solís cuyos aportes a la música consisten en mover degenerada e inverosímilmente ciertas partes del cuerpo humano o lanzar plegarias a diestra y siniestra a algún Dios que se retuerce de la risa mientras venden detergente a las dueñas de casa en su nombre.

Pese a todo, el romance ha sido el alma matter de la humanidad y en general, el amor, el artilugio de la vida en sí. Pero cuando escucho a Roxette, Celine Dion y Sinéad O'Connor; y más encima si a todo eso le sumo la producción cinematográfica ícono de las solteronas pasadas de peso como Bridget Jones I y II, es cuando comienza a gestarse en mí un conflicto mental, mis neuronas dejan de hacer sinápsis y comienzo a comprender que el tiempo verdaderamente es arena en las manos y que mi cuerpo comenzará a arrugarse, congestionarse, degradarse y/o alcoholizarse para superar los crueles embates de la vida adulta.

Pasa que cuando te das cuenta que la gran mayoría de tu generación publica sus vidas a través de distintas redes sociales, mostrando la foto de la guagua en el coche, la guagua disfrazada de abeja, la guagua vomitando en el parque y si a eso le suman que los días domingos organizan asados con sus amigos cuyas guaguas hacen exactamente lo mismo, es cuando no sé si sentirme agradecida de alguna divinidad por no tener que cambiar pañales a las cuatro de la mañana o sentirme triste por tener caña todos los sábados sin que ningún cabro chico insista en ver monos animados y ningún hombre cariñoso me lleve el desayuno a la cama.

Mi conflicto mental podría mirarse desde varios puntos de vista; por un lado, mi abuela paterna a mi edad ya tenía por lo menos tres hijos que eventualmente vivirán preocupados de su bienestar hasta que alguna enfermedad mental los consuma o bien podría auto convencerme que aún me falta poner un pie en otro continente y quien sabe si hasta llego a conocer al príncipe azul en algún lugar como Marruecos o la India; o simplemente llevar una vida de abnegada periodista con extrañas aficiones culinarias mientras cuento los días para cambiarle la arena sanitaria a al gato, y descorcho botellas de vino mientras me peleo el último cigarro de la cajetilla con alguno de mis amigos gay.

La cuestión es bastante simple; o apago la música cebolla y vivo la vida en un país pseudo desarrollado pero con mentalidad retrógrada y tercermundista, o me sumerjo en el cuestionamiento infinito de no saber que hacer con el tiempo perdido y el instinto de mujer adulta que, casualmente, olvido cuando las luces y las lentejuelas brillan en las noches de mis sueños. O puedo simplemente volver a escribir incoherencias como éstas, mientras los minutos pasan y nadie más se pregunta que será de sus células el día de mañana.

De todas maneras prendo la música; pero aquella en donde las melodías de constelaciones remotas se refieren a mujeres y hombres independientes de la sociedad que te obliga a terminar una carrera profesional, irte de casa y tener hijos como una condenada de la limpieza doméstica. Pero en el fondo, creo que me quedo con las luces y las lentejuelas. Y el amor real, la música y por supuesto, mi gato.

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