Hoy me reuní con él y resultó ser la inspiración perfecta para noches nubladas como las que hoy me acompañan. Prendimos un cigarro al mismo tiempo y nos miramos a los ojos durante un momento. Tomé un sorbo de Coca Cola y evité su mirada quisquillosa, para posar mi vista en el crucifijo fluorescente que gobierna su pieza.
- ¿Todavía crees en Dios, amor? – me preguntó con despreocupación, haciendo aquel ademán de acercarse sin moverse de lugar.
- A veces, cuando me conviene – le respondí, con una sonrisa forzada y selecta de mi colección de sonrisas falsas para momentos inoportunos. Abrí mi cartera, como siempre cuando estoy algo nerviosa, y comencé a buscar un lápiz y un papel.
- Tengo un lápiz justo aquí – me dice repentinamente, adivinando mis más profundos deseos – te conozco, me harás un dibujo de una vaca con zapatillas de fútbol o una ballena flotando feliz en un océano calipso y turquesa.
Lo miré por un momento. Había cambiado, tenía ocho años encima y el pelo más oscuro, las facciones más duras, la sonrisa más fría, las manos más grandes y una arruga sobre la boca. Yo también tengo lo mismo, sólo que con un par de canas rebeldes revoloteando sobre mi coronilla, imponentes como una bomba de tiempo. Ocho años es poco para quien ha vivido setenta años, pero es mucho para ambos, que sumados no alcanzamos las cuatro décadas.
- Tu siempre lo sabes todo – le dije sin mirarlo. Sostenerle la mirada más de diez segundos es como meter las manos a una olla con agua hirviendo la misma cantidad de tiempo – pero crecí y estudio periodismo. Ya no hago dibujos tontos (mentira, sólo se lo dije para que pensara que maduré) y soy una persona seria.
- Hasta que lo asumiste pollito – me respondió con una sonrisa – eres tan porfiada, te lo dije desde el principio, el periodismo es lo tuyo. ¿Es lo tuyo? Claro que era lo tuyo.
Sus palabras me dolieron, no sé porqué.
- Lo mío no es esto – le dije con un dejo de rabia – lo mío es parecido a esto, que es muy diferente, pero no quiero que hablemos de cuestiones académicas, no volveremos a vernos hasta que tengamos treinta años y tu estés gordo, pelado y sordo y yo completamente abrumada criando a mis hijos.
- Quizás nuestros hijos.
- Quizás cuide a los tuyos.
- Quizás los míos también sean tuyos.
- No creo querido, me mataste todo el amor que alguna vez tuve y ahora por tu culpa soy incapaz de querer a nadie por más de doce meses seguidos, así que quédate callado antes de que tome ese crucifijo fluorescente y te lo clave en el pecho, idiota – le respondí, haciéndome la graciosa.
Y de pronto me derretí. Pensé en el amor como no pensaba hace tiempo, el amor como institución social de la que todos dependen estúpidamente. Él me lo aclara con la mirada, me cuenta que no ha podido olvidarme pese a que me había olvidado, me pide perdón por no haberme pedido perdón antes y me sigue hablando sin mover los labios. Él es una contradicción sólo por el hecho de haber nacido.
Nos miramos durante un momento y me toma la mano. Nos sonreímos. Nos queremos profundamente pero somos demasiado tóxicos para coexistir en la misma ciudad.
- A lo mejor en una realidad paralela – me susurra y yo cierro los ojos.
Prende el equipo de música y pone mi canción favorita de todas las canciones favoritas que he tenido en veintidós años. Me conoce tan bien que me sorprende. Abro los ojos y sigue ahí mismo, mirándome y esperando que le responda algo bonito.
- Ya estamos en realidades paralelas – le digo monótonamente, mirándome las uñas de manera despreocupada – y esto me tinca que va a terminar mal así que mejor me voy porque mi vida amorosa pese a ser inexistente, no tiene ganas de pensar más en ti durante otros ocho años. No me hagas esto. Por favor.
Me levanto del sillón gris con lunares violetas. Hay catorce colillas de cigarro en el cenicero y su sonrisa ridícula me sigue hasta la cocina. Boto todas las cenizas y lo abrazo… créanme que si tuvieran que abrazar a alguien por última vez, sentirían lo que yo sentí al tocar su pelo oscuro, mirar sus pestañas tiesas, sus ojos verdes y su sonrisa maravillosa capaz de iluminar el desierto completo a las cinco de la mañana.
No hubo beso. Ni un te quiero. No hubo más que un abrazo sincero, una despedida casi de colegas, un hasta luego, nos vemos pronto, quizás algún día tengamos una hija que se llame Matilde, quizás dos perros que se llamen Fede y Madonna. Quizás hubiera sido mejor enterrarle el crucifijo fluorescente en el pecho, quizás no volvamos a vernos o tal vez sí y vuelva a amenazarlo y él pedirme perdón. Quizás.
- ¿Todavía crees en Dios, amor? – me preguntó con despreocupación, haciendo aquel ademán de acercarse sin moverse de lugar.
- A veces, cuando me conviene – le respondí, con una sonrisa forzada y selecta de mi colección de sonrisas falsas para momentos inoportunos. Abrí mi cartera, como siempre cuando estoy algo nerviosa, y comencé a buscar un lápiz y un papel.
- Tengo un lápiz justo aquí – me dice repentinamente, adivinando mis más profundos deseos – te conozco, me harás un dibujo de una vaca con zapatillas de fútbol o una ballena flotando feliz en un océano calipso y turquesa.
Lo miré por un momento. Había cambiado, tenía ocho años encima y el pelo más oscuro, las facciones más duras, la sonrisa más fría, las manos más grandes y una arruga sobre la boca. Yo también tengo lo mismo, sólo que con un par de canas rebeldes revoloteando sobre mi coronilla, imponentes como una bomba de tiempo. Ocho años es poco para quien ha vivido setenta años, pero es mucho para ambos, que sumados no alcanzamos las cuatro décadas.
- Tu siempre lo sabes todo – le dije sin mirarlo. Sostenerle la mirada más de diez segundos es como meter las manos a una olla con agua hirviendo la misma cantidad de tiempo – pero crecí y estudio periodismo. Ya no hago dibujos tontos (mentira, sólo se lo dije para que pensara que maduré) y soy una persona seria.
- Hasta que lo asumiste pollito – me respondió con una sonrisa – eres tan porfiada, te lo dije desde el principio, el periodismo es lo tuyo. ¿Es lo tuyo? Claro que era lo tuyo.
Sus palabras me dolieron, no sé porqué.
- Lo mío no es esto – le dije con un dejo de rabia – lo mío es parecido a esto, que es muy diferente, pero no quiero que hablemos de cuestiones académicas, no volveremos a vernos hasta que tengamos treinta años y tu estés gordo, pelado y sordo y yo completamente abrumada criando a mis hijos.
- Quizás nuestros hijos.
- Quizás cuide a los tuyos.
- Quizás los míos también sean tuyos.
- No creo querido, me mataste todo el amor que alguna vez tuve y ahora por tu culpa soy incapaz de querer a nadie por más de doce meses seguidos, así que quédate callado antes de que tome ese crucifijo fluorescente y te lo clave en el pecho, idiota – le respondí, haciéndome la graciosa.
Y de pronto me derretí. Pensé en el amor como no pensaba hace tiempo, el amor como institución social de la que todos dependen estúpidamente. Él me lo aclara con la mirada, me cuenta que no ha podido olvidarme pese a que me había olvidado, me pide perdón por no haberme pedido perdón antes y me sigue hablando sin mover los labios. Él es una contradicción sólo por el hecho de haber nacido.
Nos miramos durante un momento y me toma la mano. Nos sonreímos. Nos queremos profundamente pero somos demasiado tóxicos para coexistir en la misma ciudad.
- A lo mejor en una realidad paralela – me susurra y yo cierro los ojos.
Prende el equipo de música y pone mi canción favorita de todas las canciones favoritas que he tenido en veintidós años. Me conoce tan bien que me sorprende. Abro los ojos y sigue ahí mismo, mirándome y esperando que le responda algo bonito.
- Ya estamos en realidades paralelas – le digo monótonamente, mirándome las uñas de manera despreocupada – y esto me tinca que va a terminar mal así que mejor me voy porque mi vida amorosa pese a ser inexistente, no tiene ganas de pensar más en ti durante otros ocho años. No me hagas esto. Por favor.
Me levanto del sillón gris con lunares violetas. Hay catorce colillas de cigarro en el cenicero y su sonrisa ridícula me sigue hasta la cocina. Boto todas las cenizas y lo abrazo… créanme que si tuvieran que abrazar a alguien por última vez, sentirían lo que yo sentí al tocar su pelo oscuro, mirar sus pestañas tiesas, sus ojos verdes y su sonrisa maravillosa capaz de iluminar el desierto completo a las cinco de la mañana.
No hubo beso. Ni un te quiero. No hubo más que un abrazo sincero, una despedida casi de colegas, un hasta luego, nos vemos pronto, quizás algún día tengamos una hija que se llame Matilde, quizás dos perros que se llamen Fede y Madonna. Quizás hubiera sido mejor enterrarle el crucifijo fluorescente en el pecho, quizás no volvamos a vernos o tal vez sí y vuelva a amenazarlo y él pedirme perdón. Quizás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario