Tengo pocos recuerdos de mi infancia, algunos viajes al sur, galletas de vino remojadas en té en la casa de la abuela, revistas de Barbie y lápices de colores de la Zofri. Pero todas estas impresiones del pasado que guardo en algún lugar de mi cabeza, no puedo dejar de relacionarlas con el Servicio de Impuestos Internos.
He vivido una niñez prácticamente impregnada de los criterios de una de las empresas estatales más importantes del país, hija de uno de los linajes más antiguos; mi bisabuelo, mi abuela, mi madre, mi padrastro y un par de tías, fueron o son funcionarios del sistema tributario del país. Y desde chica me he tenido que acostumbrar a que la gran parte de la conversación en la sobre mesa el día domingo es acerca del trabajo y las novedades entre colegas. Y mientras jugaba con las aceitunas en la ensalada, escuchaba durante larguísimos minutos cómo sus problemas o partes del estatuto de la institución tenían nombres de números. Y me confundía, me perturbaba cómo eran capaces de crear un sistema de frases escondidas tras números. Que el 109 significaba “permiso día administrativo” o que el 3230 quería decir “formulario de inicio de actividades”.
Pero pese a ello, la gente del SII fue muy amable conmigo en mi dura niñez. Cuando mi madre recién separada de mi padre, me iba a buscar a las clases de ballet a media tarde y el resto de ella me escondía debajo de su escritorio, pintando, escribiendo y creyéndome artista, mientras me pasaba una montaña de papeles y lápices de colores que sus colegas guardaban para mí. También me dejaban hacer collares de clips y hasta ir a ponérselo al director regional que era un hombre robusto que siempre tenía dulces en el último cajón de su escritorio.
Todos parecían mirarme con adoración cuando entraba a la oficina, porque era como un poroto pequeño que no paraba de hablar de forma aguda y desesperante, hablando sobre planes de poner una tienda de collares artesanales, haciendo revistas con dibujos originales y trozos de diario pegados con stick fix. Y con los dedos pegoteados y sucios, recibía azúcar en cualquiera de sus manifestaciones: queque, cuchuflis, chupetes y calugas de frutilla. Simplemente era feliz, compraban todo lo que mis manos eran capaces de hacer, desde un dibujo de un pony azul hasta un anillo hecho con láminas de cobre que punzaban de forma horrible a quien intentara ponérselo. Lo compraban aunque yo no les diera boleta y supe apreciar el esfuerzo que hacian por ello.
Es por ello que le debo mucho al SII. Me enseñó a pedir la boleta después de comprar un helado y a no exigirla por el diario ni por los cigarros. Me enseñó que ese 19% que la gente paga por sus impuestos, van de forma honesta hacia el gobierno, y la gente que reclama que el país no avanza porque pagan muchos impuestos, desconocen que muchas instituciones públicas son los que hacen mal uso de los fondos. Aunque sé que no debería acusar a nadie, siento que por lo menos me ha convertido en una persona tolerante que ha visto y escuchado muchas cosas que han ayudado a comprender cómo funciona todo el sistema.
He vivido una niñez prácticamente impregnada de los criterios de una de las empresas estatales más importantes del país, hija de uno de los linajes más antiguos; mi bisabuelo, mi abuela, mi madre, mi padrastro y un par de tías, fueron o son funcionarios del sistema tributario del país. Y desde chica me he tenido que acostumbrar a que la gran parte de la conversación en la sobre mesa el día domingo es acerca del trabajo y las novedades entre colegas. Y mientras jugaba con las aceitunas en la ensalada, escuchaba durante larguísimos minutos cómo sus problemas o partes del estatuto de la institución tenían nombres de números. Y me confundía, me perturbaba cómo eran capaces de crear un sistema de frases escondidas tras números. Que el 109 significaba “permiso día administrativo” o que el 3230 quería decir “formulario de inicio de actividades”.
Pero pese a ello, la gente del SII fue muy amable conmigo en mi dura niñez. Cuando mi madre recién separada de mi padre, me iba a buscar a las clases de ballet a media tarde y el resto de ella me escondía debajo de su escritorio, pintando, escribiendo y creyéndome artista, mientras me pasaba una montaña de papeles y lápices de colores que sus colegas guardaban para mí. También me dejaban hacer collares de clips y hasta ir a ponérselo al director regional que era un hombre robusto que siempre tenía dulces en el último cajón de su escritorio.
Todos parecían mirarme con adoración cuando entraba a la oficina, porque era como un poroto pequeño que no paraba de hablar de forma aguda y desesperante, hablando sobre planes de poner una tienda de collares artesanales, haciendo revistas con dibujos originales y trozos de diario pegados con stick fix. Y con los dedos pegoteados y sucios, recibía azúcar en cualquiera de sus manifestaciones: queque, cuchuflis, chupetes y calugas de frutilla. Simplemente era feliz, compraban todo lo que mis manos eran capaces de hacer, desde un dibujo de un pony azul hasta un anillo hecho con láminas de cobre que punzaban de forma horrible a quien intentara ponérselo. Lo compraban aunque yo no les diera boleta y supe apreciar el esfuerzo que hacian por ello.
Es por ello que le debo mucho al SII. Me enseñó a pedir la boleta después de comprar un helado y a no exigirla por el diario ni por los cigarros. Me enseñó que ese 19% que la gente paga por sus impuestos, van de forma honesta hacia el gobierno, y la gente que reclama que el país no avanza porque pagan muchos impuestos, desconocen que muchas instituciones públicas son los que hacen mal uso de los fondos. Aunque sé que no debería acusar a nadie, siento que por lo menos me ha convertido en una persona tolerante que ha visto y escuchado muchas cosas que han ayudado a comprender cómo funciona todo el sistema.
Finalmente, quiero decir que la foto fue tomada hace un par de días en la portada de Antofagasta, con Ivo la chinchilla del SII, el personaje creado para incentivar a los más pequeños a aprender acerca del sistema tributario en Chile en la página http://www.planetasii.cl/ pero es un animalito adorable y por sobre todo culto. Cuidémoslo, antes de que los flaites acaben con el.